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La Vida Inmune
 
12/01/09
 
 


RAMIRO GÓMEZ-LUENGO

No fueron 15 minutos de fama, por aquello de que le tomó al Perro más de siete horas cumplir con su pequeño papel de cinco minutos en aquella película, pero su inesperado estreno antes de tiempo, o la mala distribución de la misma, sólo contribuyeron a que pasara sin pena ni gloria por los cines del país.
La Vida Inmune, le dijeron al perro que se iba a llamar aquella película para la cual accedió con muchos gusto, por la nada despreciable suma de 500 pesos, a salir de extra melenudo en una escena digna de él: un sueño sesentero amenizado con violines en medio de la sala de una decaída mansión de la colonia Roma. 
Aunque lo que realmente enganchó al can de marras con todo aquel maremagnum de cámaras, actores, estilistas, utileros, tramoyistas y luces fueron dos cosas: que la protagonista era su amiga y ex compañera del Colegio Madrid, Carmen Beato, en el papel de Aurelia, y que la trama trata de una mujer que después de perder a su marido la vida le da a ella y a sus tres hijas golpes tan dolorosos, que acaba por no sentir... dolor.

 

Sinopsis

Ante la trágica pérdida del esposo, Aurelia un buen día deja de ser ama de casa y se convierte en el pilar de su familia: tres pequeñas hijas y una casa en semirruinas constituyen su único patrimonio; con el paso del tiempo, la pobreza, el abandono y la depresión consumirán a la madre, y con ella a la familia, cuyas integrantes tratan de sobrevivir en medio de la desesperanza, según sus evasiones o capacidades.
La cinta del realizador oaxaqueño Ramón Cervantes podría considerarse, o al menos tiene muchos elementos para identificarla así, dentro del realismo, un género difícil de dirigir y llevar a un término aceptable o convincente, pues las historias sórdidas que se dan en los ambientes oscuros, donde prevalecen la pobreza y la realidad de la miseria humana interior, no es el tema que el espectador común desee mirar o esté preparado para hacerlo; esta metaficción constituye un género “maduro” del cine y del realizador, donde éste sepa mantener la realidad-ficción en los términos del lenguaje visual, y a su vez sea capaz de contar una historia, si bien a veces nos resulta terriblemente familiar, a su vez una historia propia, con su situación única y con los sentires de los personajes.
La Vida Inmune, en su título lleva consigo ese duro drama sin concesiones, no simplista, sino trágicamente parecido a la realidad; la tristeza y desolación cotidianas tocan su punto más profundo, la inmunidad al dolor, al dolor espiritual y físico que puede llegar a sentir una persona.
En este caso Aurelia es la mujer “víctima” de las y de su propia circunstancia, donde no habrá final feliz, sino, como tendría que ser, la más absoluta desolación. De este modo, el director va elaborando la historia, magistralmente ambientada en el Distrito Federal de 1960, para dar un salto dieciséis años después, justo cuando la vida de Aurelia empieza a caer en una crisis de la que no sólo será imposible salir, sino que llevará a sus hijas consigo.

Síntomas

Tiempo después, y una vez aceptado que sus tristes y oníricos cinco minutos como estrella del nuevo cine mexicano habían pasado de noche, el Perro se tropezó con el peor de los diagnósticos: una infección de las vías respiratorias que requería urgentemente de 15 millones de unidades de penicilina por la peor de todas las vías para una persona que no resiste el dolor... intravenosa.
Martita es la enfermera con la mejor mano a la hora de colocar inyecciones en todo Portales, pero siempre que se topa con un paciente nervioso y sacatón a la hora de los pinchazos, su mejor frase es: “más vale sentir dolor, que estar muerto en vida”.
Egresada de la escuela de enfermería con las más altas calificaciones, esta mujer pequeña y morena que ejerce el oficio de cuidar gente ajena desde hace más de 30 años, revela que estuvo a punto de retirarse por culpa de una paciente que intentó hasta en cuatro ocasiones quitarse la vida, debido a que no soportaba el dolor... de no sentir dolor.

 

Enfermedad

La analgesia congénita es una enfermedad congénita rara que se caracteriza por la existencia de indiferencia ante el dolor, ante los estímulos dolorosos extremos y analgesia (abolición de la sensibilidad al dolor) visceral con normalidad de los restantes sentidos.
El dolor supone una forma de comunicación entre el cuerpo y la mente. Puede considerarse un mensaje eléctrico que se origina en receptores específicos y se transmite al cerebro, aunque los receptores para el dolor y las vías nerviosas de las sensaciones dolorosas pueden ser diferentes en distintas partes del organismo. Cuando estas sensaciones se reciben a través de las neuronas de la médula espinal se inicia un arco reflejo en el que participan las motoneuronas del asta anterior de la médula, y se traduce en un movimiento muscular cuyo objetivo es alejar físicamente, si es posible, la parte que recibe la sensación dolorosa de la fuente que la produce, aunque en ocasiones ambas son difíciles de correlacionar, así un dolor de origen miocárdico puede localizarse en la mandíbula o en el cuello.
En condiciones normales las personas tienen un nivel de tolerancia muy variable ante el dolor y consiguientemente ante la respuesta a los analgésicos.
La analgesia congénita fue descrita por primera vez por Dearbon en 1932, en individuos que se exhibían en espectáculos callejeros circenses donde se les claveteaba repetidamente alguna parte del cuerpo.
Entre los factores causales se involucra a una hiperproducción de endorfinas (compuestos que se producen de forma natural en los tejidos cerebrales y que actúan de forma similar a la morfina) cerebrales.
Clínicamente se manifiesta como una tríada característica desde el punto de vista neurológico; los pacientes además de la analgesia congénita, muestran ausencia de reflejo corneal y en ocasiones asocian retraso mental leve. La percepción de los restantes tipos de sensibilidad es normal, pueden distinguir tamaños, matices y diferencias de temperatura, el resto de la exploración neurológica es rigurosamente normal, salvo la ausencia de respuesta a estímulos dolorosos.
Con frecuencia presentan signos de autolesión como pueden ser grandes laceraciones, heridas, o mordeduras con arrancamiento de la punta de la lengua, intencionadas con fines autodestructivos.
La terapia específica se realiza con naloxona, un antagonista específico de los receptores opiáceos, por lo que resulta efectiva para anular el efecto de las endorfinas.
Las personas que sufren de Insensibilidad Congénita al Dolor (ICD) no sienten ningún tipo de dolor. Pueden tocar una estufa caliente, hacerse un hematoma o tener un esguince, y no sienten nada. Dado que por ese motivo no pueden aprender a protegerse, continuamente son víctimas de accidentes, así como de diversos traumatismos (fracturas, quemaduras, hematomas profundos) y de sus secuelas. En personas con ICD, las enfermedades agudas, como apendicitis o úlceras de estómago no se diagnostican a tiempo y llegar a ocasionar una muerte prematura. Esto demuestra cuán protector y útil resulta el papel del dolor.

Terapia

“En esa época trabajaba yo para una eminencia del hospital Humana, de esas que cobran como 3 mil pesos por consulta, cuando llegó esa muchachita. Altísima y flaca como esqueleto, porque tengo entendido que era modelo, pero debido a sus abusos con las drogas y sobre todo a lo que ella llamaba sus dolores del alma, es decir, todas las veces que se enamoró sin ser correspondida, había desarrollado primero anorexia y bulimia, para después dejar de sentir dolor”, explica martita.
La enfermera agrega que la depresión de la Muñeca, como le llamaban a la modelo debido a su parecido con Barbie, la llevó varias veces a tratar de suicidarse, “por lo que sus padres, que eran gente de mucho billete, como pasa casi siempre con las personas que tienen enfermedades raras, le contrataron un enfermero-guarura cuya única misión era estarla cuidando para que no fuera a tratar de matarse”.
“Pese a todo, la chamaca se aventó del segundo piso del edificio de sus padres derechito a la calle, fracturándose ambas piernas, la cadera, un brazo y una clavícula. Por Dios que parecía una momia viviente, y lo peor de todo es que me decía que no sentía ningún dolor y que eso era lo que realmente más le dolía”.
-¿Fue después de eso que pensó en dejar la enfermería?
-No, ojalá y sólo hubiera sido eso, pero la chamaca del diablo, estando en plena recuperación con casi todo el cuerpo enyesado, qué cree que hizo.
-No me diga que se volvió a aventar de un segundo piso.
-No, esta vez fue del tercer piso del hospital en donde la tenían internada. Tengo entendido que se hizo la dormida y, una vez que el enfermero fue el baño a hacer de las aguas, literalmente se arrastró a la ventana para aventarse.
“Por Dios güero, que espectáculo, esa niña tan hermosa con los yesos rotos y los huesos asomándose por todos lados, llena de sangre esbozando una sonrisa estúpida mientras le gritaba a todos que no le dolía nada, que por favor la mataran de una vez porque esa no era vida”.
-Yo trabajé, bueno, mejor dicho aparecí cinco minutitos en una película, La Vida Inmune,  donde la protagonista se deprime y deja de sentir dolor.
-A caray, ¿y por qué no recuerdo haberla visto anunciada en algún cine?
-Pues es que la dieron de noche. Bueno, en realidad le fue mal.
-Que casualidad güero, fíjese que yo tenía un tío que se lo cargó el payaso por culpa del cine.
-Acaso invirtió su dinero en malos libretos, sus películas no se distribuyeron bien o fueron destrozadas por la crítica.
-No, nada de eso, lo que pasa es que el vendía pistaches, cacahuates y muéganos en el interior del único cine que había en su pueblo natal: Tandamangapio, Michoacán, y una vez que estaba muy cansado aprovechó para echarse una pestañita en una butaca, pero cuando despertó ya le habían robado la charola. 
-Quema mucho el Sol martita.

-Quema más la Luna perrito.
 

rluengo4@hotmail.com

 
 

El Restaurador de la Guadalupana

 
14/12//08
 
 


RAMIRO GÓMEZ-LUENGO

Fue en el lejano año de 1947 cuando el restaurador José Antonio Flores Gómez tuvo por primera vez en sus manos la imagen más venerada de México: la Guadalupana, y tal vez porque como él mismo dice, “soy creyente, pero no fanático”, es que no tiene la menor duda en revelar algo que para muchos sería el fin del mundo: “se trata de la obra de un artista, no el producto de un milagro”.

Don Pepe, como le dicen todos los empleados del pequeño pero acogedor estudio-casa en el que trabaja desde hace varias décadas por el rumbo de la calzada de Tlalpan, es de los contados hombres que ha tenido el privilegio de tener en sus manos en dos ocasiones la imagen de la virgen de Guadalupe, en la que encontró descarapeladuras propias de cualquier pintura humana, “lo mismo que las huellas de otros muchos retoques hechos en el curso de los siglos”.

“Cuando estuve frente a la imagen de la Guadalupana y la pude observar de cerca, hasta ese momento me di cuenta que no es una obra divina. Inmediatamente me dije cuando vi los estragos: ‘Éste es causado por la humedad, éste otro por los hongos que hay en el ambiente, éste de acá es un repinte’... En fin, la Guadalupana tiene las descarapeladuras de cualquier obra humana”.

-Pa’ pronto, ¿es obra de un ser humano?

-Sí, por supuesto. Es la obra de un artista, no es producto de ningún milagro.

-¿Y entonces, dónde queda el flamante San Juan Diego, en cuya tilma, supuestamente, se estampó milagrosamente esa imagen?

-Eso sí quién sabe. Ni los historiadores han podido darle un apoyo histórico. Pudo haber existido ese indígena. Pudo ser una persona de carne y hueso, como nosotros. Pero de que la Virgen de Guadalupe imprimió su imagen en la tilma, a mí me consta que eso no es cierto.

Cuesta mucho creer que este afable hombre de más de 80 años, quien es conocido en el medio como el Restaurador de la Guadalupana, verse con tanta calma de un tema que para muchos podría ser un sacrilegio,  pero después de décadas en que se negó a hablar de su trabajo, finalmente rompió el silencio en una polémica entrevista que le concedió al semanario Proceso, con motivo de la entronización del nuevo santo mexicano: el indígena San Juan Diego, cuya existencia llegó a ser cuestionada nada más y nada menos que por el mismísimo ex abad de la Basílica, Guillermo Schulenburg.

“La segunda vez que restauré la imagen fue por encargo de monseñor Schulenburg, y la verdad es que me cayó muy bien, primero por que es una persona muy ajena a todos los obispos en el sentido de que no era solemne ni pesado, pero sobre todo me gustó su sinceridad, puesto que si bien el era muy respetuoso de la devoción hacia la Guadalupana, estaba muy consciente de que la imagen no era producto de ningún milagro. Tal vez por eso se opuso tan fervientemente a la canonización de Juan Diego, aunque eso le costó la chamba”.

- Tras esa entrevista quedó usted en el ojo del huracán.

-Ni tanto, lo que pasa es que antes de mí hubo otros restauradores que ya le habían dado retoques a la imagen. Eso lo noté desde la primera vez que intervine. Y estoy seguro que otros más lo hicieron después de mí.

Empero, don Pepe no puede precisar con exactitud cuántos participaron antes que él, “ya que es muy difícil saberlo, dificilísimo, pero calculo que por lo menos unos 20”.
Cuenta Flores Gómez que en 1947 era un joven restaurador que tenía su estudio en la calle Belisario Domínguez, en el centro de la ciudad de México, y entre sus amistades había pintores, escultores, periodistas, escritores, pero también sacerdotes que trabajaban en la Catedral Metropolitana.

Fue entonces cuando fue a buscarlo a su estudio, de parte del entonces abad de la Basílica de Guadalupe, Feliciano Cortés, un sacerdote, para que restaurara la imagen.

 

“Yo llevaba buena amistad con algunos sacerdotes de Catedral y con artistas de toda clase. Alguno de ellos me recomendó. Lo cierto es que un día llegó a mi estudio un sacerdote que se apellidaba Vargas, que es lo único que recuerdo por cierto, y me dijo que el abad de la Basílica quería verme. Me llevó hasta el despacho del abad, a quien noté muy preocupado. Ahí me mostró una foto de la imagen en la que se veían unas cuarteaduras muy notables, y me preguntó si podía hacer algo para remediarlo.

“Yo pensé: ‘¡Ah, caray! Si es una imagen divina, no tiene por qué pasarle esto’. Vi sobre todo una gran cuarteadura vertical que iba desde la cabeza hasta los pies de la Virgen. Aparte, tenía otras cuarteaduras horizontales menos visibles. Estoy seguro de que eran producto de dobleces. El lienzo en algún tiempo estuvo doblado, y por eso se resquebrajó la pintura.

“También vi que la imagen ya tenía retoques hechos por otros restauradores. Se lo hice notar a los encargados del santuario. El padre Vargas quería que repintara una parte de la túnica de la Virgen, pero yo le decía: ‘Padre, no conviene meterse con eso’. Pero él me ordenó: ‘Usted hágalo’.

-¿Qué le hizo finalmente a la imagen?

-Un levantamiento de pintura en ciertas partes. Y también restaurar las quebraduras.

-¿Repintó las partes donde quitó la pintura?

-Claro. Una restauración implica pintar las partes dañadas, no toda la imagen, porque eso es ya una repintada, que es otra cosa. De manera que le metí mano a una parte de la túnica. “Pero no a las estrellas estampadas en ella porque ya estaban repintadas. No quise meterme en más problemas”.

Llama la atención del estudio-casa de don Pepe el hecho de que luce varias reproducciones al óleo, y en todos los tamaños, de la Guadalupana, razón por la cual el perro preguntón se coló al lugar, sin previo aviso, a preguntar si ahí trabajaba el hombre que le metió mano a la virgen.

Don Pepe recuerda que la primera vez que restauró la imagen guadalupana, en 1947, tardó unos 10 días, “y si hay algo que no se me olvida es que ésta se hallaba en el piso y sin marco. Yo ni la saqué ni la cambié de lugar. Estaba lista para que la restaurara”.

“Observé que unas personas remozaban el altar y limpiaban el marco de la imagen. Otros restauradores colocaban oro de hoja en el altar. Todos trabajaban a marchas forzadas porque en pocos días se celebraría un gran homenaje a la virgen, creo que ese era un año mariano”.

El restaurador explica que él también trabajó bajo presión, “ e incluso por lo mismo no hice todo lo que debía para que la imagen quedara totalmente restaurada. Recuerdo que, mientras hacía mi trabajo, hubo dos fotógrafos extranjeros que directamente tomaban fotos a la pintura”.

“Yo también le tomé fotografías a la imagen, ya que acostumbro llevar la historia de cada trabajo importante que hago para registrar el antes y el después, pero las personas de la Basílica me pidieron los rollos... y tuve que entregarlos.

-¿Qué tipo de pintura usó?

-De la que se disuelve en agua y no en aceite, porque son las que se usaron originalmente. De ahí que se hayan desprendido tan fácilmente.

Por increíble que parezca, el restaurador de la Guadalupana estudió derecho, pero no concluyó la carrera porque siendo desde niño un apasionado de la pintura , prefirió dedicarse de lleno a ésta, así como a la fotografía y la restauración.

“Egresé de la Academia de San Carlos cuando Diego Rivera era el director, y me especialicé en el retrato a tal grado que, por encargo de la Presidencia de la República, realicé retratos al óleo de algunos mandatarios mexicanos, como Gustavo Díaz Ordaz, Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari”.

-¿Volvió a restaurar la Guadalupana en 1973?

-Así es. Me contrataron de la misma forma que la vez anterior. Llegó una persona a buscarme a mi taller para decirme: ‘Tenemos antecedentes suyos, el abad Guillermo Schulenburg quiere hablar con usted’. Y fui a verlo. Pensé que sería muy solemne. Pero no. Fue muy simpático y amable.

“De entrada, Schulenburg me sorprendió cuando me dijo con naturalidad que la pintura era ‘una obra humana’ y que quería que ya no sufriera más ‘alteraciones’, así llamaba él a los retoques. No creía en el milagro. Eso sí, era muy respetuoso de la devoción popular. Y me contrató solamente para que reentelara y le diera una limpieza al lienzo. Habían pasado 26 años desde que yo había restaurado la imagen.

-¿Y cómo estaba después de tantos años?

-Noté que estaba deteriorándose más, porque entonces la imagen se exponía casi al natural en la vieja Basílica de Guadalupe. Tenía adherido el humor del ambiente. Ese humor invisible de la gente que muy lentamente se va acumulando en todas las obras y que nosotros llamamos la pátina.

“Hoy, en el nuevo santuario, la imagen está más protegida. Se guarda por las noches en una bóveda bien acondicionada que la cuida de los daños del ambiente. Intervinieron expertos y técnicos en preservación de obras de arte. Pero a mí me tocó sin bóveda. Eran otros tiempos”.

-¿En qué consistió la limpieza que realizó?

-La limpié meticulosamente con cepillo, durante tres días y en sesiones completas. Había que hacerlo con muchísimo cuidado. Nada de usar aspiradora y cosas de esas, porque se hubieran desprendido las cáscaras de pintura floja.


 
-¿Cómo hizo el reentelamiento?

-Utilicé tela de manta que antes se conocía como ‘manta del cien’. Era muy popular. Y para analizar la trama del tejido usé un simple cuentahilos, que es el que utilizan las tejedoras y los fabricantes de textiles. No hay necesidad de microscopios electrónicos ni de aparatos sofisticados. Basta con el cuentahilos.

Don Pepe descubrió que la tela no es de ixtle, como se dice, “pues éste tiene una trama muy tosca, muy rústica, con un cordel muy grueso”. En cambio, la imagen Guadalupana está pintada sobre una trama muy fina, “como la que se saca del algodón”.

-¿Cuánto cobró?

-350 pesos de esa época.

-¿Así de barato?

-No, no. Yo creo que estuvo bien para ese tiempo. Tomando en cuenta que no fue mucho trabajo ni utilicé muchos materiales.

El restaurador revela que nueve años después de haber contratado sus servicios, en 1982, Schulenburg quiso saber más detalles sobre la pintura y le pidió un estudio al perito José Sol Rosales, ex director del Centro Nacional de Registro y Conservación para Obra Mueble del Instituto Nacional de Bellas Artes.

“Sol Rosales confirmó en su peritaje que la imagen era una obra pictórica humana, realizada con colores elaborados a base de cochinilla, de sulfato de calcio, conocido entonces como tizatl, y de un negro extraído del hollín del humo del ocote.

“El análisis detalló otras características de la pintura: su estilo, los repintes que se le aplicaron a lo largo del tiempo, las mutilaciones sufridas, la capa de preparación que le sirvió de base y hasta las salpicaduras de agua y parafina derivadas del culto”.

Al igual que Sol Rosales, el restaurador Flores Gómez asegura que los pigmentos son de cochinilla, tizatl y humo de ocote, entre otros.

“En la pintura se combinan pigmentos vegetales y minerales, disueltos en agua. Es una pintura al temple. Es muy lógico. En aquel tiempo sólo podían utilizarse pinturas naturales”.

Flores Gómez lamentó los empastes con que algunos restauradores cubrieron partes de la imagen, provocando un fuerte contraste con la pátina original, “principalmente en el rostro de la Virgen, donde se nota mucho un empastamiento, e incluso a un doblez de la túnica le cambiaron su color original, aunque de cualquier forma es muy difícil que la pintura de los retoques, nueva y vivaz, armonice con la pátina de la pintura primitiva”.

-¿Conoce a otros restauradores de la imagen?

- A ninguno. Los restauradores que intervinieron lo hicieron con mucha discreción. Nunca lo han querido confesar.

-¿Las autoridades de la Basílica lo obligaron a guardar silencio?

-No. Más bien yo mismo me obligué a callar, por seguridad.

-¿Qué se siente haber restaurado la imagen más venerada de México?

-Una sensación muy rara, pero al mismo tiempo como de temor. Sí, se siente temor. Pues nacimos en un medio en el que todas las familias son guadalupanas y la mayoría cree en el milagro, entre ellas la mía.
 

rluengo4@hotmail.com

 

Tiempo, el mejor aliado del olvido

05/12//08


RAMIRO GÓMEZ-LUENGO

Todos los días, o por lo menos en las noches se estacionaba aquel Dodge Dart negro 1981, ¿o 1982?, frente al bunker de la PGR en la glorieta que conforman la calle del Insurgente Pedro Moreno y el Paseo de la Reforma Norte, en el corazón de la populosa y amenazada colonia Guerrero.

Pocos fueron los que lograron entablar conversación a fondo con el dueño de aquel vehículo, un hombre cincuentón que durante más de 20 años laboró en la Secretaría de Educación Pública, pero que por azares del destino, o mejor dicho, una vil grilla, debió conocer la hiel del despido voluntario a huevo y, lo peor de todo, del finiquito peor pagado.

Agobiado por su destino, aquel ñor no tuvo más opción que acudir a la Junta de Conciliación y Arbitraje donde, a pesar de las promesas de fácil triunfo de aquel aboganster que se ofreció a defenderlo a cambio del 25 por ciento de la liquidación que obtuviera, debió pasar más de cinco años de inútiles trámites, careos y vanos intentos de arreglo.

Dándose cuenta de su situación, el burócrata de la Guerrero decidió que la única opción para acelerar la resolución de su diferendo era publicitar la injusticia de que era víctima a los cuatro vientos, pero cuando se es sólo un hombre de oficina que durante años hizo crucigramas y calculó cuánto le iba a tocar de retiro una vez que se jubilara, son pocas las opciones para que el resto del mundo lo escuche.

Había que llevar el mensaje del descontento hasta el último sitio de esta ciudad, hacer que el chilanguerío se interesara en saber de los disgustos, frustraciones, pero sobre todo, las tristezas de haber cometido el pecado de ser sólo un eterno hombre de terno que cumplía su deber detrás de un triste escritorio y, por ende, un candidato natural a los reajustes de un gobierno que se decía del cambio, pero que resultó ser más de lo mismo: siempre desquitándose con los que menos tienen la culpa.

Tal vez fue la noticia de aquel pescador japonés que pintó su coche a punta de brochazos para denunciar que en la bahía de su pueblo los peces nacían sin ojos, y sus hijos ciegos y deformes, por culpa de una planta de químicos a la que se le hizo fácil verter sus desechos al río de la región, o simplemente era su idea, pero aquel día el destino de su Dodge Dart Negro 1982 (¿o era 1981?), quedó marcado para siempre.

Al principio sólo era una tímida leyenda blanca pintada a un costado del coche con tinta para zapatos que pedía justicia para un hombre cuyo único pecado era haberle entregado a una dependencia gubernamental los mejores años de su vida.

Pero tal vez aquello no bastó, o peor aún, quizás esas palabras no eran gran cosa para llamar la atención de los capitalinos, ya de por sí millonarios en penurias, por lo que el hombre del coche negro se llenó de valor y decidió comprar pintura blanca de la buena, de esa que no se va con el agua y el jabón, y presto y decidido, adornó toda la carrocería con las palabras de la verdad, del hartazgo, de  la impotencia:

“A la Suprema Corte de la Nación, mi desconocimiento de la Ley Orgánica solicitó la nulidad de juicio concluido ya que he demostrado causas de fuerza mayor y pruebas o por decir la verdad”. “Este ignorante mexicano por no tener dinero o otra cosa y como muchos más se nos da el carpetazo y el tiempo es el mejor aliado, es olvido”.

Aquel coche dejó de ser vehículo de transporte y automáticamente se convirtió en vehículo de protesta, o por lo menos de curiosidad infinita, porque era inevitable verlo y no poder dejar de leerlo.

Simplemente te enterabas de cómo estuvo el chisme a huevo, y casi de inmediato tu perruna alma sacaba una conclusión: “qué bueyes tan ojetes, ensañarse así con un hombre de bien”.
Por desgracia, la falta de un lugar en donde guardar al moreno del enojo hacía que éste siempre pasara las noches solo y expuesto junto al bunker de la PGR en la Guerrero, enfrentito del edificio de prensa de la PGJDF, es decir, el vehículo del disconformismo dormía en medio de la tormenta.

Cuentan los muchachos de la calle que mal viven entre tortillas y piedras en medio de la glorieta, que el cincuentón montaba religiosamente su coche-panfleto a eso de las 7 de la mañana, y se iba a darle vueltas a la ciudad para difundir su reclamo de justicia a todo aquel que tuviera ojos para ver y oídos para oír.

“Tiro por viaje estaba el ñor en las mañana con su bidón y su manguera poniéndole gasolina a su nave porque ésta, debido a que era de las viejitas y trae un motor de los grandotes, siempre lo andaba dejando tirado ya que se le acababa la gas, y lo traía empujando quién sabe desde dónde hasta acá”, explica el Sonrics, uno de los niños de la calle más acreditados en el crucero de Reforma y Violeta debido a que su número de fakir come vidrios estremece hasta al más insensible.

-¿Y por qué su nave ya no está estacionada en el crucero?- pregunta el perro visiblemente ofuscado por la ausencia física del coche-panfleto desde hace ya bastante tiempo.

-Pues dicen algunos de mis vales que la grúa se lo llevó alegando que era una carcacha abandonada en la vía pública, pero me consta que sí caminaba, nomás que al señor se le acabó el varo para echarle gasolina, yo creo, y nomás ya no le dio chance de venir a moverla.

-Triste fin para tan loca manera de protestar.

-¿Lo dice por que pintó todo el coche con frases bien cagadas? Pues sí, pero imagínese si hubiera tenido un automóvil más chido.

-¿Qué tiene?

-Pos no diría usted que el ñor era bien original, si no bien buey.

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