Fotos tomadas de Internet

Reflexiones y relatos de Septiembre.

Citlali Rovirosa-Madrazo

Escribí este texto durante el terremoto de 1985. Nunca lo publiqué. Lo había escrito para la Revista Encuentro con la que colaboraba como reportera y fotógrafa en una época en que no existían, ni los celulares, ni las cámaras digitales. La revista cerraría al poco tiempo de los sismos. Tres décadas después lo encontré amarillento y empolvado en una bodega entre cajas viejas junto con otras libretas y notas de prensa escritas en mi Olivetti Lettera 22.

A más de treinta años lo comparto para recordar la respuesta solidaria y valiente del pueblo mexicano ante los terremotos de 2017, pero también para reflexionar sobre las similitudes entre ambos sismos, y para invitar a la reflexión/acción ante la emergencia bio-climática que hoy nos acecha.

Mi intención es compartir lo que viví y lo que aprendí en aquellos años con las jóvenes generaciones que vivieron igual tragedia, exactamente el mismo día del calendario, un perenne 19 de Septiembre.

Yo no estaba en México durante el segundo 19S, pero viví cada instante como si hubiera estado ahí, como si el tiempo no hubiera transcurrido, como si la hermandad y la solidaridad no conocieran calendarios.

Comparto esto, en última, instancia consciente de que los esfuerzos de reconstrucción han sido insuficientes, y, consciente de que, algunas lecciones pueden servir ante las amenazas de nuevos e inminentes desastres naturales que se avecinan en el contexto del colapso climático

México Distrito Federal 19 de Septiembre de 1985

* Despertar a la pesadilla

Nos duele pensar ante la muerte. Hacerlo es como una herejía, y sin embargo pensamos. Nos hiere razonar frente a los escombros. Nos lastima retratar lo muerto ya, y sin embargo lo hacemos. Somos periodistas. Nos colgamos la cámara fotográfica, nos envolvemos en un rebozo al cuello, echamos la libreta al bolso, y portamos cierta cédula para identificarnos como reporteras.

Pero unos instantes antes éramos sólo mujeres. Cuando el sismo nos sacudió, éramos simplemente mujeres.

Nos intimidó y acobardó la muerte, como a todos. Nos atemorizó la caída de la ciudad; el azote de sus muros y vigas convertidos en verdugos con una única sentencia: destruyan todo. Nos resignamos a morir antes de correr, porque nos habían dicho que no se debe correr en los seísmos (bendita estupidez). Nos estremece la muerte; nos horroriza su rostro, pero aceptamos el desafío y blasfemamos, pues no podríamos morir nomas así. 

¿Cómo morir aplastadas si no acabábamos de comenzar el día, con tantos planes y nuevos proyectos, tantos sueños en el renglón: la lectura de mis poemas en el Festival de Poesía: la Generación de Fin de Siglo (todavía saboreábamos la primera sesión de la noche anterior); y los planes, ya en marcha, de nuestra campaña mundial de alfabetización sobre derechos humanos, o mis artículos pendientes sobre el XII Festival Mundial de la Juventud de Moscú; o la cena, esa misma noche, en la casa de Silvia y sus amigos saharauis? Maldecimos pues: ¿a quién diablos se le ocurrió interrumpir todos los planes del mes?

¿Cómo regresar, así nada más, las entrañas de la tierra si nuestro propio vientre no había dado lo suyo?

¿Cómo morir en esta ciudad que parecía valle de inmortales? -dulce valle adormecido, hasta que la tierra nos traicionó. Mala la hora en que descubrimos que habitábamos sobre un cementerio.

La nuestra era una necrópolis y no lo sabíamos. Al salir a la calle, debimos acudir a la memoria de la guerra, recurrir a los expedientes de nuestros primeros reportajes de guerra: ¿sería posible, en el D.F. el rostro de Beirut ultrajada? ¿Devastada nuestra ciudad nos estaría esperando al salir a la calle?

 

* Las primeras impresiones.

El edificio ha cesado de sacudirse, y han parado los bramidos de las paredes. El nuevo agujero en el muro comienza a revelar los rincones de la casa del vecino en la Condesa –es una señal, es la segunda (y última) llamada: ¡hay que salir corriendo!

Abajo, en la banqueta, desmayada frente a una cabina telefónica en la esquina yace una mujer.

Le acaban de informar que el edificio de la SCOP a donde ella acaba de dejar a su marido fue parcialmente derrumbado. Mientras alguien socorre a esta pobre señora, corremos hacia la zona con pasos tan largos y desesperados como si la Nikon F2 fuera a resucitar a los muertos.

Pero avanzamos sólo unas cuadras y nos topamos con edificios dañados y casas derrumbadas sobre sus cocheras, y a unos cuantos metros más edificios desplomados, y, a la siguiente cuadra más derribes, y más heridos. Avanzamos, y otros edificios desmoronados, y otros más a unos cuantos metros, a la siguiente cuadra más lesionados, y así, los escombros multiplicados nos persiguen.

Quitamos y ponemos la cámara delante de los ojos como si uno de los dos lentes –el Tamron SP 28-80mm o el lente propio estuvieran mintiendo y hubiera que delatar al farsante. Nos escondemos, sin saberlo, detrás de la cámara. La caja fotográfica parece más segura que cualquiera de esas edificaciones desplomadas.

Pero una cámara un y un par de ojos son demasiados y alguien sale sobrando: ¿para qué chingados retratar todo esto? nos preguntamos con una carga de angustia más pesada que esos buldócerque llegaron tarde al rescate -esos mismos que pronto se mostrarían ansiosos por proceder a demoler.

Para qué chingados retratar todo esto, seguimos inquiriendo, si ni siquiera sabemos si al atardecer la tierra nos tragará a todos. No sabemos si las imprentas se cayeron, si la revista saldrá, si la documentación de esta historia tiene sentido alguno.

 

* De la primera acción.

Recorremos calle tras calle sin rumbo claro.

Deambulamos de manera errante.

Los familiares de las víctimas que permanecen atrapadas nos miran. ¿Creerán  acaso que  somos ajenos al dolor?

Les parecemos foráneos, inmunes a la muerte, extranjeros en tierra propia, y, sin embargo, se nos acercan para pedir ayuda.

En la calle de Tehuantepec alguien identifica a la prensa: “Hay una fuga de gas, vamos a volar todos, por favor haga algo pronto”. Titubeamos pero corremos en busca de ayuda.

Paramos frente a una papelería.

Entramos sin saber bien qué vamos a hacer: “necesitamos su ayuda – le decimos al dueño del negocio- hay una fuga de gas; necesitamos cartulinas y plumones marcadores para prevenir a la gente de fumar”.

Le explicamos que no teníamos monedas para pagar. En cosa de segundos, el hombre sin vacilar deposita en nuestras manos una inmensa cantidad de papel manila, cartones, cinta maskingtape, marcadores y crayolas, y quedamos listas para hacer letreros y distribuirlos por toda la Roma.

Caray –murmuramos en silencio- pero si esto es como una insurrección popular…

 

* De las primeras especulaciones ‘teóricas’

No lo pudimos evitar: comenzamos a pensar. Y hasta pensamos con cierta lógica. En medio del caos, coqueteábamos paulatinamente con eso que se llama inteligencia, o ‘análisis’, o ‘intervención sociológica’; o quizá simplemente intuición, o vaya uno a saber qué. Y al salir de la papelería, con todo el material en nuestras manos comenzamos a adquirir cierto sabor de poder frente a la muerte, (y frente al Estado, y frente a todo lo demás), pues habíamos hecho eso que los Sandinistas llamaban ‘un recupere’…

Y comenzamos a repartir cartulinas de emergencia por todas partes mientras otros personajes confundidos como nosotros asumieron la labor de distribuirlos en otras colonias.

De pronto esta otra imagen: corren miles de jóvenes por todas partes, de un lado a otro, como hormigas, surgen de la nada y comienzan a laborar: llevan picos y palas que sacaron de quién sabe dónde, y llevan ‘tapabocas’ improvisados con pañuelos y trapos de cocina. Todos corren al rescate de los lesionados, de los hermanos capturados por las garras de edificaciones arcaicas o simplemente mal construidas.

La idea de la insurrección comienza a ser una obstinación casi placentera.

Y se intensifica en tanto el rostro político de la tragedia se va perfilando; se intensifica cuando comenzamos a entender que los gobiernos tienen gran responsabilidad sobre la devastación por los llamados desastres naturales: corrupción en la federación y corrupción en las delegaciones del D.F., indiferencia, incompetencia y negligencia en todo el aparato gubernamental. Pero al mismo tiempo comenzamos a entender y palpar lo que tenemos: en nuestras manos de ciudadanos está el secreto, un nuevo mandato civil para trabajar por el bien común.

En las primeras horas del siniestro una pequeña empresa productora de tanques de oxígeno en la Colonia Roma donaba varios metros cúbicos de oxígeno. Facilitaba también su camioneta pick-up para transportar los tanques al Multifamiliar Juárez adonde, mi hermano del alma, se había sumado a las improvisadas filas de los topos: esos héroes que se jugaron la vida para arrebatarle a la tierra lo que no le pertenecía – niños, mujeres y ancianos atrapados bajo las vigas y los escombros.

Ver al hermano mío ahí montado me llenaba de orgullo, pero la angustia de que él también fuese devorado por la tierra, una angustia primitivamente egoísta, era más grande: ¿qué cuentas daría yo a mi madre si esa lápida de cemento y esa viga flotando sobre su cabeza le cayeran encima y lo aplastaran? –“Vámonos de aquí, llegué a decirle con la peor vergüenza que jamás he sentido en mi vida, vámonos; mamá te está esperando. Vámonos ya…”. Afortunadamente mi hermano, que desde temprano se había metido dentro de un overol de piloto para sumarse a la sublevación, me miró en silencio, me ignoró y prosiguió con su gran misión.

La camioneta está estacionada frente al local del Primer Distrito del ‘Institucional’, ahí, en la calle de Bajío, esquina con Torreón. Mientras voluntarios suben los tanques a la camioneta y se preparan para salir hacia el multifamiliar; un joven militante del PRI se entretiene haciendo una enorme bandera con las siglas de su partido. Al intentar amarrarla a la camioneta nos retrasa. El viento le está haciendo una jugada y le impide atar su banderín al espejo lateral.

Nos pone nerviosas. Cuando menos lo pensamos, arrebatamos la bandera, la doblamos, y la depositamos en el asiento: “mira compañero, este no es momento de proselitismo político, nuestros muertos no tienen bandera, ¿qué te parece si nos vamos ya?”. Para nuestra sorpresa, el muchacho de insondables ojos negros y prominente nariz ‘aguileña’, asienta con la cabeza y nos da la razón. Sale en marcha la camioneta de regreso al Multifamiliar. Entonces, sin quererlo, volvemos a nuestra primera asociación: esto es como una insurrección.

* El parto de la tierra

Pero a los pocos minutos el dolor y la náusea nos vuelven asediar. Ya estando de regreso ante el Multifamiliar de la Roma dejamos de ser reporteras para ser otra vez mujeres; el suplicio no podía ser más grande.

     Aquí hay voces que se lamentan desde los escombros. La tierra se abrió y se las engulló. “Hay gente viva allá abajo” – nos vienen a decir. Y nosotros, como borregos lo repetimos, lo vociferamos  a otras criaturas humanas igual que nosotras, sólo que sin cámaras. “Hay un niño atrapado, hay gente viva” – grita, con el rostro cubierto en lodo y la camisa empapada en sudor, Chavo que, como yo y por azar del destino, había llegado a la zona. En la confusión apenas si nos reconocemos, y así como nos topamos, nos perdimos de vista en cosa de segundos.

    Caminamos como drogadas, nos acercamos más el edificio hecho trizas y convertido en una pila de lozas, cantera, prensas de hierro, polvo y ladrillo.

    Unos hombres uniformados que parecen haber venido de lontananzas contemplan, un tanto atónitos, otro tanto indiferentes. (Mientras los observo, caigo en cuenta de un extraño sueño que me había visitado la noche anterior: un ejército sitiando lo que parecía un redil lleno de gente, ahí los soldados adquirían alas y mantenían su cerco desde el aire, sobrevolando en círculos a los civiles…) ¿Sería casualidad que haya sido el zumbido de un mosquito lo que me despertó?).

     Al acercarnos más al edificio en ruinas un uniformado como los de mi sueño nos apunta con un Fal y dice a gritos que las mujeres no pueden pasar. ¿Qué? ¿Acaso no hay mujeres muertas en los remanentes de mi ciudad –musitamos-  déjeme pasar por favor? Y pasamos.

    Ya adentradas en los escombros, con los pies hundidos en la caliza, y las manos, el cabello y la cara cubiertos en polvo, la Nikon no sirve para nada: maldición, esta caja de luz  me está estorbando. Y nos la quitamos para entregarla a un muchacho que maravillosamente dirige toda la operación de rescate.

    Ahora somos parte de una cadena. Viga por viga, piedra por piedra, ladrillo a ladrillo, baldosa por baldosa; persianas, fierros, palos viejos, trapos, menesteres y toda suerte de cascajo se pasan de mano en mano hasta el fin de la cadena humana que deposita los residuos en una pila para librar del peso a las víctimas. Ahora somos como milicianas, como hormigas en ‘fila india’. Sentimos el sabor de la disciplina comunitaria: somos miembros de las ‘nuevas milicias populares de rescate’. Salvar a los heridos es nuestra única misión.
   
    “Ya van a sacar a uno allá en la otra cadena; está vivo” –grita alguien. A unos diez metros de distancia alguien vive. Habrá que retratarlo – musita una voz del subconsciente. “Permiso para retirarme” – exclamo; o sea, “ahorita regreso, tengo que retratar un parto”. Y así, sin más, salimos de la cadena para mutar una vez más en fotógrafas: las manos de nuestro pueblo acaban de dar a luz.


    Insistimos en parafrasear a la muerte y en un movimiento pendular entre la conciencia y el espíritu (espíritu-conciencia-espíritu), terminamos por ser otra vez periodistas: esto es una insurrección.

* Un concierto en Tlatelolco

Avanzada la noche, en horas de la madrugada, transcurrido algún tiempo seguimos recorriendo la ciudad; nuestra amada ciudad herida. Seguimos reconociendo lo nuestro, (y lo demás también).

    Tlatelolco continúa en agonía. No así los tlatelolcas que están creando una escuela: una nueva escuela ¿o es una factoría? Una escuela-fábrica de solidaridad, una escuela de ensamblar brigadas civiles.

    De pronto, como un ensueño, entre los gases de combustión, el vapor y los reflectores de las grúas y los buldóceres, vemos aparecer la silueta de Plácido Domingo.

    El fastuoso Placido Domingo aparece en una escena que ni el más sádico de los coreógrafos hubiera podido idear, una verdadera escena de guerra como la que habíamos visto en 1982 en Beirut.

    En el mismo tablado aparece mi hermana del alma que ha logrado alcanzarme tras rescatar su violín de un edificio cercano que había sido temporalmente evacuado. Al fondo: el Nuevo León desplomado, guardando celosamente tantas y tantas historias de tantas vidas. Al frente: una fila de brigadistas ansiosos y dispuestos a asistir otro alumbramiento de la tierra.

    La presencia de mi cámara parece incomodar al cantante de la voz virtuosa que una y otra vez daba la espalda al obturador, no sin antes escudriñarme: la suya era una batalla sagrada entre la vida y la muerte. Toma estoicamente la batuta el gran cantante ante este nuevo concierto de manos y almas de salvamento. Dirige magistralmente una operación de rescate en el Edificio Nuevo León de Tlatelolco.

*  Una especie de apartheid en la ciudad

Los días han transcurrido como siglos. A setenta y dos horas desde el siniestro, el Presidente de la Madrid ha dado sus órdenes. “El ejército -anuncia- va a salir a las calles a poner orden”. De pronto, los muchachos que habían organizado de manera espontaneas operaciones de rescate y solidaridad, son acordonados.

    Se les orilla y se les obliga a apartarse a varios metros de distancia. ¿Una especie apartheid dentro de la ciudad herida? Del cordón para allá está el Estado y sus fuerzas armadas, del cordón para acá, están los muertos, y del cordón para acullá, quienes queremos reivindicarlos. Pero de este otro lado del cordón permanecen dignos y firmes quienes están decididos a rescatar esas almas asidas bajo las ruinas. Mientras los brigadistas luchan por la vida, algunos uniformados vigilan celosamente sus movimientos – no fuera a ser que los muchachos intentasen arrojarlos y enterrarlos, con todo y sus horribles fusiles, ahí, bajo los escombros.

    De pronto otro uniformado golpea el suelo a unos centímetros de nuestros pies con su enorme macana. Una persona me explica que la vigilancia es para que el rescate sea organizado. Pero, para qué alejar a los jóvenes, para qué marginarlos, nos preguntamos. ¿Serían igual las cosas si el D.F. fuera autónomo y, en lugar de regente tuviera gobernador? En cualquier caso los muchachos y muchachas no se cansan de esperar. Se muestran serenos ante la incertidumbre. Se amanecen estos jóvenes ante las ruinas esperando poder servir. Y sus rostros inocentes nos conmueven en la noche, hasta que, frente a un espejo apostillado en un aparador en la Avenida de los Insurgentes, recordamos que nosotras también somos jóvenes...

 
            * ¿Marines en la ciudad?

Hay silencio en los escombros. Se escuchan únicamente los motores de los buldóceres.Con un megáfono se propagan las voces de los ingenieros, arquitectos y doctores (la mayoría estudiantes prestando su servicio social) cuando requieren instrumentos,  herramientas o medicamento determinados. A veces quisiéramos usarlo para gritar y desahogar del pecho nuestra carga.

    Vencidas por el cansancio optamos por salir de Tlatelolco. A media madrugada paramos por un comedor popular. Un hombre de bello rostro mulato y un hombre rubio aparecen súbitamente de la nada. Con las botas llenas de lodo y pasos firmes, entran y ordenan café con leche, refrescos y bísquets.

    Llevan uniforme camuflado de campaña. Por unos instantes perdemos la noción del espacio y del tiempo: ¿a dónde es que estamos? Hace mucho tiempo que salimos de Beirut, y no hemos regresado a Nicaragua desde el invierno pasado. Estos hombres son militares y son extranjeros. Tampoco estamos en Honduras – pensamos: ¿no serán marines verdad? No, claro que no idiota, nos respondemos.

    Adivinando nuestra curiosidad y olfateando nuestra desconfianza, se acercan a nuestra mesa. Mi hermana los mira con asombro y tampoco puede ocultar su suspicacia. “Somos Panameños, nos dicen en coro ronco, estamos aquí con una brigada oficial de rescate; somos médicos militares”. Guardamos silencio, suprimimos en nuestra cabecita cualquier información sobre Panamá, y alcanzamos a decirles “gracias por venir a ayudar a nuestro pueblo”. Las palabras de mi hermana son más generosas – “gracias por estar entre nosotros, y que Dios los bendiga”.

    Luego, todavía sentadas en el café, miramos por la ventana. Con un ropero en la espalda, una mujer indigente se nos acerca y nos dice quién sabe que cosa. Nos abstenemos de retratarla por cansancio y por respeto, aunque luego nos arrepentimos: sus arrugas eran hermosas y sus ojos apagados y luminosos a la vez, nos miraban difusamente. Verla en Tlatelolco a altas horas de la noche con una sábana llena de ropa y otros enseres, incluyendo ollas viejas y bártulos al hombro, no resulta extraño a estas alturas. Lo difícil era saber si se trataba de una ‘damnificada permanente’, es decir, pre-terremoto, o una víctima del seísmo del 19.

    Ella también parece confusa. Terremoteada entre los terremoteados, la mujer no sabe a dónde está. Nos vuelve a mirar, sin pedir nada, sin mendigar. Luego se va, y a su partida, el mesero comenta – “ay, ay, ay, estas es de las que quedaron pior”. Nos reímos, inevitablemente nos reímos. En una sola carcajada podemos balbucear: todos somos de los que quedamos peor.

           * Un millonario en los escombros

El Eje Vial Lázaro Cárdenas se ha transformado. Sólo el aullar de las ambulancias y el constante traficar de los brigadistas lo distingue de un cementerio. Solitario y tambaleante permanece un hombre en la esquina de un semáforo. Está ebrio.  Elegiaco y lastimero se consume en quién sabe qué recuerdos mientras sostiene una botella de cerveza vacía. Viste un traje marrón y sostiene un cigarrillo apagado entre los dientes. Quisiéramos ayudarlo. Corrijo: quisiéramos abrazarlo, pero no nos atrevemos.

    Nos acercamos y nos asombran sus palabras: –“yo tengo hartos millones, yo no tengo por qué aguantar estos malditos terremotos. Yo soy evacuado del centro, ­–dicen que mi departamento será demolido- pero no soy un miserable cualquiera. Miren, aquí traigo los millones, yo me puedo largar cuando me dé la gana”.

    Cuánta dolencia hay en este hombre. Sus propios suspiros parecen tragárselo. Sus ojos lo denuncian. Su nariz enrojecida por el alcohol de siglos lo traiciona. Le pesa como nunca su anillo de oro. Acaso es cierto que guardaba sus millones bajo el colchón. Quizá hasta logró sacarlos; pero lo que no pudo rescatar fue su colección de ilusiones: es un sempiterno damnificado de la soledad. Uno de esos ermitaños que nadie sabe de dónde salieron (como dice la canción de los Beatles – all the lonely people, where do they all come from). Los escombros lo desnudaron. Álvaro (así nos dijo que era su nombre) parecía ante todo un bohemio. La indigencia así nada más a veces se antoja folclórica. Pero la soledad  terremoteada perfora el alma. Dicen que esta ciudad nunca será la misma con sus bohemios vulnerados.

* Un charolazo ante la muerte

La caja fotográfica sigue acumulando muerte. Capitalizando esperanza, no obstante. Han transcurrido algunos días; o eso creemos, hemos perdido la cuenta. Los rescates continúan, la rutina comienza a apoderarse del terremoto y sus malditas réplicas. Como es la costumbre ya, nos arrimamos al pie de la muerte para retratarla. Estamos no muy lejos de la Colonia Doctores. De súbito, un hombre vestido de civil nos jala violentamente del brazo – ¿a dónde va?, inquiere agresivamente. – ¿A dónde cree que voy; a una fiesta?, le respondemos, al tiempo que quitamos sus torpes manos de nuestro brazo; – no puede pasar, nos dice el hombre con hinchado tono de prepotencia. Le respondemos que somos periodistas; que por favor nos deje trabajar en paz. – Identifíquese, nos ordena mientras torpemente se acomoda un casco de metal que le viene grande y le cae sobre los ojos. – Identifíquese usted, le respondemos.

    Desconcertadas por su conducta rumiamos varias ideas ¿Por qué tenemos que mostrar nuestra identidad a un desconocido, a qué autoridad representa este señor que no está uniformado, quién le dio permiso o instrucciones de censurar a la prensa? Finalmente… el charolazo. Se identifica como alto funcionario del DD.F. (¿No tendrá este hombre otra identidad, otro espejo, otro rostro que uno en embarrado en un pedazo de latón sin fotografía?). Accedemos y le mostramos nuestra propia acreditación de prensa, con nombre y fotografía; y para nuestra sorpresa, sin ninguna otra ocurrencia, nos deja pasar... –“No le haga casa, nos dice un hombre de afable aspecto que camina hacia nosotras extendiendo amablemente sus manos para ayudarnos a escalar los empinados cerros de escombros -a ese señor nomas le gusta dar órdenes, pero ni siquiera se atreve a venir aquí a los túneles a dónde están los muertitos; usted es más valiente que él”, agrega. Nos quedamos cavilando. Y de pronto ahí estamos, otra vez produciendo fotografías.

   ¿Cómo no retratar el cúmulo de objetos que volaron de los departamentos a la calle y se apilaron, incrustados en el pavimento, cual recuerdos sin memoria? Cómo no retratar esos colchones destripados y esa vajilla floreada de porcelana doblemente despostillada, o esa bicicleta vieja, y el triciclo amarillo oxidado; y los muñecos marrón de felpa o los jarrones de cristal despedazado. Y, cómo no fotografiar ese retrato de la noche de bodas de cierto matrimonio ausente de la San Rafael que milagrosamente quedó acomodado, con todo y marco, de pie, a la mitad de la calle .     ¿Cómo no hacerlo; cómo no fotografiar a ese hombre de la Marina Nacional que se ha encontrado una jarrita de peltre azul llena de monedas y que, para nuestra admiración, baja, del que era un tercer piso, para entregarla íntegra a los familiares de las víctimas?

    Pero la dulzura en el alma por este gesto no dura mucho. Hay alguien más que reclama su fotografía… – “Quítese de ahí ¡está usted parada sobre un muertito!” – ¿Qué dice? ¿Dónde? – gritan otros­–  ahí, donde está la reportera”.

    Nunca como en este momento hubiéramos querido tener alas en los pies. Era cierto. Debajo de nuestros estúpidos zapatos yacía un cadáver apenas cubierto en cascajo, baldosas y ladrillos. No los sabíamos. Queremos emprender la retirada mientras el obturador de la cámara y el alma en la garganta se debaten. Oramos en silencio por la paz de estos nuevos sepulcros urbanos.

    Los hombres que identificaron el cadáver se acercan para escarbar con sus manos y recuperar sus restos. Atrás decenas de hombre contemplan la operación. Se quitan sombreros y gorras para recibir al cuerpo. Respetuosamente guardan silencio. Y en un coro en mutismo compuesto, todos oramos y bendecimos a la víctima. Pero una vez más nos invade en su destierro el periodista: presentes en el lugar de los hechos había sólo dos mujeres ­-la difunta y la fotógrafa. Ningún familiar está cerca. Nadie reclama el cadáver. Quisiéramos reclamarlo nosotras. Es nuestra muerta. Es nuestra. Es de todos.
   
* Le llegó su hora a don Andrés

El sol se puso y la noche cae lentamente, nosotros tenemos que partir. Nos alejamos de ‘la San Rafael’. Y volvemos a nuestro estado de mujer. Es un nuevo día y volvemos a deambular por la Colonia Roma. Los brigadistas voluntarios permanecen movilizados. Las calles siguen virtualmente ocupadas por las fuerzas de la solidaridad. En sentido contrario o en sentido correcto, centenares de carros y camionetas se habían identificado desde el primer día con trapos rojos anunciando su disposición a asistir a heridos y damnificados. La ciudad está muerta y sin embargo está más viva que nunca.  ¿Qué podemos y qué debemos hacer ahora? Nos dicen que es urgente trasladar víveres para los damnificados. Hay albergues aquí y allá; centros de acopio acullá. Nos dirigimos a uno de tantos que están recibiendo las donaciones de todos los puntos de la ciudad. Unos Scouts ponen a nuestro servicio una camioneta pick-up. Hay que abastecerla y llenarla de todo lo necesario: alimentos preparados, y alimentos enlatados; algodón, alcohol y objetos de primeros auxilios, agua potable, baterías, velas y cerillas, pañales, chamarras, cobijas.  


    Llegamos de nuevo a la calle de Tehuantepec pero ahora aproximando la Avenida Cuauhtémoc. Un edificio doblado reposa sigilosamente. Parece un acordeón destripado. Escalonados y cubiertos en cascajo quedaron los que antes fueron pisos de departamentos. Las paredes han caído, puertas y ventanas se han esfumado de muros ahora inexistentes. Nuestro corazón se estremece. ¿Qué no era este el domicilio de Don Andrés? -nos preguntamos. Oh Dios, sí, éste era su edificio, éste era. Por más que quisiéramos equivocarnos, la Coco, que acaba de llegar al lugar de los hechos, confirma nuestra sospecha. Nos abrazamos intensamente y mientras lloramos, resolvemos: formaremos, en su memoria, la Brigada Don Andrés García Salgado. Y murmuramos que en los meses siguientes podría convertirse en una ONG, o una fundación, para la reconstrucción . Rayando los noventa años de edad, Don Andrés habría muerto con su esposa cuando su departamento se derrumbó despiadadamente. Quién le hubiera dicho al viejo y legendario líder comunista, al viejo internacionalista, autor de Yo Estuve con Sandino, que su vida terminaría así.  La idea de una  brigada en su honor pronto se convierte en un consuelo, pero nuestro corazón comenzaba a parecer una lápida.
  
* Hijos del pueblo, padres de la sociedad civil

Nos encontramos en la Avenida de los Insurgentes con algunos dirigentes políticos, y, una vez más, nos hemos trepado en una pick-up. En esta ocasión la conducen unos muchachos de la llamada Corriente Socialista (CS). Recorremos con ellos la ciudad sin saber a ciencia cierta qué van a hacer. Las escenas en las calles siguen ‘insurreccionales’.

    Paramos en algunos puntos de Tepito a repartir agua potable, granos y latas: decenas de colonos se lanzan abruptamente sobre la camioneta, mientras que el Gato, con una sonrisa tan afable y bella como sus felinos ojos les grita –“órale cabrones, no se amontonen, que hay para todos”. Pero nadie le hace caso y los colonos siguen lanzándose sobre la camioneta que debe acelerar rápidamente para alejarse de la multitud impacientada. A unas cuadras de distancia el Gato se baja en otro centro de acopio y da instrucciones de llevar más víveres a la calle que habíamos dejado.

     Seguimos avanzando y yo sigo observando a los dirigentes de la CS operar, discutir y organizarse, y vuelvo a ese primitivo estado de homo sapiens temprano: es hora de volver a razonar. Pero en esta ocasión me atrevo a hacerlo en voz alta… “Esta es la sociedad civil desbordada, es una insurrección popular”– le digo a uno de los dirigentes de la CS, Camilo, de cuyo nombre había escuchado hablar, pero a quien no había tenido el gusto de conocer en persona. Camilo me mira con recelo, ternura y asombro al mismo tiempo. Me da una palmada en el hombro y me dice: – “No, no te confundas Citlali, -ese es tu nombre ¿verdad?- no te confundas, no se llama sociedad civil, se llama pueblo”. “Sociedad civil -afirma categóricamente al mismo tiempo que desmonta del furgón sin decir adiós- es un término burgués...”.

    Arrancó la camioneta y no alcancé a recomendarle algunas lecturas sobre sobre la relación entre el Estado y, eso que se llama, sí, sociedad civil. Tampoco pude decirle que ante sus propios ojos (y los ojos de todos nosotros) habrían desfilado las imágenes históricas que revelaban e ilustraban la riqueza del concepto. Pero una ciudad que sangra, una ciudad en ruinas, ciertamente no era el lugar para abstracciones sobre el legado de Antonio Gramsci.

* De malos augurios, o la fuerza de la solidaridad

Ha caído la noche de nuevo. En un semáforo vemos pasar a Juan Paco con su novia; vienen desde Coyoacán recorriendo la ciudad en busca de damnificados o heridos para brindarles su apoyo, y transitan en busca de campamentos para depositar  las donaciones que ha reunido desde el Sur de la ciudad. Nos saluda todavía pasmado, nos pide le indiquemos la ubicación de los centros de acopio más cercano. Entre el humo de su auto y el de los buldóceres cercanos, ambos reflejamos pura confusión, como si alguien hubiera antepuesto un gigante espejo entre nosotros.

     Por la noche todos temen las réplicas del temblor, y temen además que el epicentro sea más cercano a la ciudad, por lo que muchas personas salen a la calle a resguardarse, mientras los aullidos de las ambulancias siguen atemorizándolas. En un llano callejero cercano a la calle de Medellín alcanzo a escuchar una extraña conversación. Cuando dialogan los habitantes metropolitanos en medio del caos, la estupidez, la inteligencia, la irreverencia y la irreverencia, la razón y la impertinencia respectivamente, se amarran. Aproximadamente torpe, aproximadamente lógico, el monólogo metropolitano. La crueldad y la nobleza en una misma voz: – “Ojala vuelva a temblar” escuchamos en la conversación. “Necesitamos otro terremoto más fuerte para ver si este pueblo de huevones reacciona; necesitamos más temblores”. – ¿Qué dices? –Lo que escuchaste, indicó un señor cuyo departamento había quedado ileso. “Sólo los pueblos que han vivido las guerras y destrucción se han levantado; los alemanes, los japoneses, ellos son naciones fuertes y desarrolladas; necesitamos otra conmoción”.

    Hirvió la sangre de quienes escucharon el presagio. “No estoy de acuerdo contigo, arremetió una señora cuyo poncho era sólo un poca más oscuro que el tono amoratado de su rostro – yo no soy floja, yo siempre había trabajado hasta que mi escuela se cayó”.  Sus ojos parecían desorbitados, sus manos parecían crecer en los ademanes de frustración, un médano de arena negra parecía dibujarse en la palidez de sus ojeras porque llevaba dos noches sin dormir: – “si no estoy en los escombros, es porque a mis sesenta años padezco reumatismo”. Bostezando y estirándose, el hombre replicó: “Hay sus excepciones; pero somos un pueblo de flojos y necesitamos guerras y terremotos para crecer”. Nadie podía creer sus palabras.  –“Mira estas manos, mira mis uñas, o lo que queda de ellas; con ellas escarbamos y escarbamos en los escombros, con ellas cargamos kilos de alimentos para los damnificados” -dice alguien en tono acedo pero sereno. –“Eso no es suficiente, este es un pueblo despreciable que sólo responde a las emergencias”, insistió el extraño personaje mientras, en otro rincón, se levantaba del suelo, con el mismo empuje con el que seguramente corrió al auxilio de los heridos, una mujer que había permanecido sentada en el pasto escuchando. Sus oídos habían escuchado el deseo de un nuevo terremoto. Para nuestra sorpresa, la mujer hizo una suerte de arenga que más bien parecía una sesión en un concurso de oratoria.

    Sus palabras textuales garabateadas en la libreta de estenografía debían haber quedado grabadas en nuestra Sony TCM-3, pero no la habíamos podido recuperar desde que el terremoto arrancó las paredes de nuestra propia habitación en la Condesa... Efectivamente, el seísmo del 19 había perforado un enorme agujero que nos ubicaba, literalmente, en la cocina del vecino: de pronto, y por primera vez desde el terremoto, estábamos aceptando que nosotras también éramos damnificadas...

   –“Me parece que lo que este señor nos ha querido decir es que la convulsión de la tierra ha sido buena para hacernos reaccionar, para abrirnos los ojos, para agitar nuestro corazón. Para darnos cuenta de lo que somos capaces y, por lo tanto, para prepararnos para la fase de la reconstrucción. El nuestro no debe ser lamento por la muerte, ni tampoco la tristeza o el desprecio por sus aduladores –los enamorados de la desolación. Lo que este señor, que en realidad está solo y angustiado, nos ha querido decir, es que es hora de comenzar a trabajar en la reconstrucción para fraguar un país mejor”. Dicho esto la mujer partió, y con ella nosotros. La idea de la insurrección nos vuelve a tocar la corteza del cerebro como quien toca una puerta entreabierta; y la caja fotográfica, que había estado colgando del cuello todo este tiempo, volvió a llamar: ésta podría ser la hora de la segunda sublevación, la hora de una sociedad civil que comienza a despertar en medio de sueños de reconstrucción.


 

Citlali Rovirosa-Madrazo (PhD) es coautora, con Zygmunt Bauman y Fernando Cardenal (SJ) respectivamente, de “Francisco: entre la Ciencia y la Teologia Moral” (Managua: Hispamar), y,  “Living on Borrowed Time” (Cambridge: Polity Press). Sus fotografías más recientes se pueden ver en Instagram en @laudatosi.empre
https://confidencial.com.ni/colapso-climatico-o-primavera-ecologica/
La fotografía de esta escena, reproducida en serigrafía a dos tonos, formó parte de mis exhibiciones en San Francisco (Galería de la Raza y The Mexican Museum  respectivamente) organizadas para recaudar fondos que se utilizaron posteriormente para apoyar uno de los proyectos de reconstrucción de la Colonia Morelos.
En los meses siguientes al terremoto, dicha brigada contribuiría a la formación de la Fundación Barrio Unido, hoy I.A.P. Como parte de nuestro trabajo educativo, organizamos en la Colonia Morelos, con el apoyo de UNESCO, y con los recursos que logramos recaudar en San Francisco y Santa Cruz California; el primer proyecto piloto de alfabetización para derechos humanos que había propuesto y elaborado cuando colaboraba con el CREA desaparecido al poco tiempo del terremoto de 1985.  

@Citlali Rovirosa-Madrazo