Los funcionarios públicos corruptos, sean presidentes, gobernadores, delegados, alcaldes, ministros, magistrados, jueces, ministerios públicos, legisladores, consejeros, secretarios de estado, directivos de partidos políticos, directores de sabrá Dios qué cosa, y por supuesto para los policías que cometen delitos, sin importar que tales delincuentes sean de gobiernos locales, estatales o federales.
Aplicación irrestricta de la ley para todos. Sin pero que valga. Sin compadrazgo que eche “palancas”. Sin tráfico de influencias. Sin campañitas de odio. Sin arraigos que vulneran las garantías constitucionales. Todos coludos o todos rabones.
Porque la peste de la delincuencia está, dicen vox populi y ciertos expertos en el tema, organizada -y coludida- desde altos mandos de gobierno.
Así, al parecer la canalla que padecemos los mexicanos solo puede ser derrotada aplicando la justicia no en los bueyes del compadre ajeno sino en todas las manadas. Sin que sus dueños aleguen abigeato o que los ciudadanos, pues que somos un peligro para los delincuentes.
Verá usted. Como no sea para figurar en record Guinness las marchas contra la inseguridad no sirven para nada. Ninguna marcha, excepción a fuerzas de la fúnebre.
No es la sociedad, humildemente considero, quien debe vigilar calles, colonias y policías. Es el gobierno quien debe responder a lo que es: Gobierno y ello implica entre otras cosas, asegún nos enseñaron, garantizar la seguridad de los ciudadanos y el respeto irrestricto a la Constitución y a las leyes que de ella emanan. Y vigilar su aplicación. Para eso fueron electos.
Malo fuera para los gobernantes, señor Presidente, que las multitudes salieran a las calles no a pedir seguridad, sino a exigir la renuncia de todos los gobiernos del país, DF incluido.
Como dicen los ancianos, Dios nos libre de que el ánimo popular se desboque y llegue a esos extremos. Dios nos libre de la santa cólera del justo. La Guadalupana nos ampare si se colma la paciencia de los ciudadanos.
Humildemente también difiero de la magnitud de los enormes problemas nacionales que dicen, nos tienen inmersos en la crisis. Ni la lucha contra el crimen con su montón de muertos, ni con la gravísima e intolerable muerte de soldados y policías que en la lucha contra la delincuencia son héroes, ni las detenidas reformas estructurales con su maremagno de posiciones políticas y de intereses, ni la diferencia ideológica entre privatizadores y no privatizadores en el asunto de PEMEX, ni la abrumadora contundencia del delito cuya difusión de suyo inocultable por verdadera, real y que satura los medios con una violencia que tal vez cause más daño emocional a los infantes que otros cotidianos ilícitos, nada de ello supera la verdadera, la principal, la gravísima crisis nacional: La inflación.
La desesperación de la ciudadanía que ve en el alza voraz a los precios, su peor enemigo; la rabia y la impotencia ante el zarpazo vil e intolerable en el aumento a los precios de los alimentos, a los servicios, a los energéticos. Esa es la verdadera crisis nacional. Y de ello, señor Presidente, debe haber responsables y culpables. Cadena perpetua y leyes draconianas también para tales sinvergüenzas.
Cuando el hambre rompe las reglas y el bolsillo, cuando gruñe en la entraña social las cosas se ponen al rojo vivo. Y la inflación con sus aliadas carestía y hambruna, se convierten en la espada de Damocles.
No existen peor violencia ni mayor tiranía, ni mayor inseguridad personal, señor Presidente, que la inflación, el hambre, y el desempleo. Lo que significa entre muchas otras carencias no tener para darle un mendrugo de pan a nuestros hijos, un raquítico plato de frijoles a nuestros viejos y mucho menos poder comprar sus medicinas.
(Ironías aparte, como en los viejos tiempos de la colonia ahora en el 487 Aniversario de la Heroica Defensa de México Tenochtitlan.)
Por lo mismo, no hablemos ahora de los derechos consagrados en la Constitución, entre ellos, empleo, educación, techo y sustento, amén de un salario digno.
Mejor a otra cosa, lector, y comparto con usted del poeta español Blas de Otero (1916-1979) de su libro En castellano, UNAM, México, 1960:
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