‘Nosotros somos del Batallón
Olimpia’,
confesaron los primeros en disparar
Francisco Ortiz Pinchetti *
Fotos publicadas en Masiosare * *
Hacia las cinco y cuarto de la tarde del miércoles 2 de octubre llego a la Plaza de las Tres Culturas. El Consejo Nacional de Huelga había convocado para las cinco a un mitin, al que seguiría una marcha estudiantil hasta el casco de Santo Tomás para exigir la salida de las tropas de ese plantel del Instituto Politécnico Nacional. Sobre la explanada, a la que rodean la iglesia de Santiago Tlatelolco, las ruinas prehispánicas, la Vocacional 7 y los modernos y enormes edificios habitacionales, se revuelven numerosos grupos de estudiantes. Unos llevan mantas y pancartas; otros, banderines de sus escuelas y facultades. Hay otros que, en coro, entonan arreglos satíricos de canciones populares contra el gobierno. Por todos lados, como hormigas, llegan más y más muchachos.
Hay también gente del pueblo. Muchos, vecinos que viven en los edificios de los alrededores y que han decidido asistir al mitin. Niños, que están ahí, curioseando. La concurrencia femenina es muy numerosa. No solamente muchachas estudiantes. También hay empleadas, amas de casa... y una vendedora de tortas. Un hombre que pasea por la plaza llama la atención. Lo acompañan dos niños y lleva un letrero de cartón: "No vino mi esposa, porque está enferma; pero vinieron mis hijos". La plaza se llena, poco a poco. Hay un ambiente alegre, relajado. En las alturas, desde la terraza del tercer piso del edificio Chihuahua —que limita la plaza por el Oriente— varios estudiantes y fotógrafos de prensa contemplan el panorama. Abajo, entre el gentío, caminan presurosos tres camarógrafos extranjeros. Uno de ellos, de la cadena estadunidense NBC. Los muchachos lo llaman, lo invitan a que filme.
El mitin va a comenzar, cuando son las cinco y media de la tarde. La explanada esta casi llena. Muchos estudiantes se sientan en la escalinata que da justamente frente al Chihuahua. No cesan los coros y las consignas. Subo al tercer piso del edificio Chihuahua. Arriba, al llegar a la terraza, varios estudiantes, auxiliados por un cordón, impiden el paso. Solamente lo permiten a dirigentes del CNH, oradores del mitin y periodistas, éstos previa identificación. Obtengo al fin el acceso y, desde el extremo Norte de la amplia terraza observo el inicio del mitin. El orador, situado en el extremo contrario del mismo tercer piso y a través de dos grandes magnavoces, dice que la zona está totalmente rodeada por el ejército. "Hay tropa en Manuel González, en Reforma, en Santa María la Redonda...". Y anuncia, que, por ello, se ha decidido suspender la marcha programada para después del mitin. "No podemos exponernos", explica. "Así que, en cuanto termine este acto, todos nos iremos a nuestras casas en perfecto orden. No haremos caso a sus provocaciones".
Y empieza el mitin.
A mi lado, la periodista italiana Oriana Falacci pide a un joven que la acompaña la traducción de las palabras dichas por el orador. Enseguida se dirigen a mí. Oriana quiere saber el nombre del templo que está ligeramente a la izquierda de nosotros. —Santiago, Santiago Apóstol— se le responde. Luego me pregunta sobre la cantidad de personas que se encuentran en la plaza. "No sé calcular bien", dice ella sonriendo. Miro hacia la explanada y le contesto que serán unas 15,000, en ese momento. Porque de varios rumbos sigue fluyendo gente.
Uno de los oradores hace mención de las represiones sufridas por los enviados del CNH en diversos estados de la República. Luego se leen varias cartas en las que se apoya al movimiento. Unas son de grupos obreros y de estudiantes del extranjero. Todo se lleva en perfecto orden. El gentío, que ahora cubre la totalidad de la explanada, permanece atento, quieto, despreocupado. Los muchachos aclaman las frases vibrantes de los oradores. Junto a mí está ahora José Antonio Arce, subdirector de la revista Gente. Charlamos brevemente. Luego va en busca de algunos líderes. Al regresar me comenta satisfecho que concertó una entrevista con los dirigentes del CNH en pleno. Y se dedica a tomar fotografías. El orador en turno pide que se emprenda un boicot contra El Sol de México, por su actitud desinformadora y manipuladora acerca del movimiento. "Que en un mes —insta— no se venda un solo ejemplar de El Sol". Invita a los concurrentes a aprobar la medida: un mar de manos cubre la plaza.
Desde el inicio del mitin dos helicópteros sobrevuelan el área. Los muchachos le silban cada vez que aparecen sobre sus cabezas. A lo lejos, proveniente del lado Poniente de la plaza, o sea de la avenida Santa María la Redonda, se aproxima una columna de ferrocarrileros. Portan una manta enorme en que manifiestan su adhesión al movimiento estudiantil. El orador anuncia su presencia y el júbilo estalla. La multitud recibe a los rieleros como héroes, entre vítores, porras y aplausos. El contingente pasa entre la gente que lo aclama para situarse en la orilla de la explanada, precisamente frente al Chihuahua. Unos minutos después, el orador interrumpe de nuevo su alocución. Otro contingente de ferrocarrileros viene a sumarse a la causa. "Desconocemos las pláticas Romero-GDO", dice la manta que enarbolan. Otra vez el júbilo, las porras, los aplausos. Pasadas las seis de la tarde el mitin continúa con el mismo orden en que comenzó. En los rostros hay expresión de alegría, de innegable satisfacción.
Alrededor de las 6:10 es cuando, por detrás de la iglesia de Santiago, presumiblemente desde el vestíbulo del edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores, ascienden hacia el cielo dos cohetones que, al estallar, se resuelven en dos bengalas de intenso color verde. Quienes estamos en la terraza vemos cómo las bengalas descienden lentamente. Al mismo tiempo, abajo, en la plaza, la gente antes inmóvil se inquieta, empieza a moverse. Se oyen gritos: "¡Ahí vienen!" y la muchedumbre se mueve, se agolpa, hacia la parte Sur de la plaza. Desde la tribuna de la terraza el orador pide calma. "¡No es nada!", grita. "Solo tratan de provocarnos. No es nada. Son luces...".
Abajo, un sector de la concurrencia trata de detener la desbandada, provocada por el terror de algo que no se sabe exactamente que es. Hay un coro: "¡orden!, ¡orden!, ¡orden!...".
En eso, justo abajo de donde nos encontramos, se escucha un estruendo. Se escucha o se siente. Como una explosión, no demasiado fuerte. La confusión cunde, en la plaza y en la terraza. Hay gritos, carreras, ruido. Miro a la plaza y veo una dramática desbandada; pero no puedo seguirla presenciando: a nuestras espaldas —ascendiendo por la escalera que yo había utilizado media hora antes— tenemos a numerosos individuos armados con metralletas y pistolas. Visten ropa de civil. Gritan nerviosamente. La confusión es terrible.
A empellones, los sujetos armados nos obligan a replegarnos hacia la pared, donde se encuentran las puertas de dos elevadores. Gritan e insultan. Amenazan con sus armas. De espaldas a la pared, en medio de aquella confusión, de aquel correr, gritar, aventar, alcanzo a ver como un jovencito —de unos 15 años de edad— se empeña en mantener en su sitio uno de los magnavoces. Se mueve, como si un fortísimo viento lo hiciera tambalear. Los hombres armados nos ordenan acostarnos sobre el piso, con las manos en la nuca. Al hacerlo veo como uno de ellos, armado con una pistola escuadra, dispara hacia abajo varias veces. Hacia el gentío, supongo. Son los suyos los primeros balazos. Todo ha transcurrido en segundos. Desde que aparecieron las bengalas hasta que somos obligados a tendernos, no ha pasado más de un minuto. Todo, en segundos. Como en segundos —y después de que veo al hombre disparar— se desata una balacera colosal. Entre el estruendo sobresale el ruido peculiar de las ametralladoras. Nuestra terraza es blanco de millares de balas.
Tirados boca abajo, amontonados, con la respiración entrecortada, impedidos para buscar refugio o escapar del horror, sentimos cómo las balas pasan a unos centímetros de nuestras cabezas y hacen impacto en la pared, desprendiendo trozos de mosaico y haciendo caer yeso y tierra sobre nosotros. Nuestros captores no cesan de ordenar: "¡Nadie se mueva!", gritan. "¡Traidores!, ¡comunistas!, ¡cabrones!. ¡No levanten la cabeza!. ¡El que se mueva se lo lleva la chingada!". La balacera llega a su apogeo. Nadie sabe a ciencia cierta lo que ocurre. Ni siquiera la identidad de los sujetos que apuntan sus armas hacia nosotros sin retirar el dedo del gatillo. Menos podía saberse lo que ocurría allá abajo, en la plaza. Levanto ligeramente la cabeza y observo que nuestros captores están también tirados en el piso; pero ellos boca arriba y sin dejar de apuntarnos. "¡Baje la cabeza, hijo de la chingada!"
El alud de balas no cesa. Noto que de la terraza del Chihuahua ya no se hace ningún disparo —al principio se escuchaban perfectamente y olía a pólvora—; pero llegan en ráfagas interminables. Varias veces siento golpes en el cuerpo que me hacen suponer que he sido alcanzado por las balas. Siento un golpe seco en la pierna izquierda, que empieza a temblarme sin control. No hay dolor. Sólo el temblor en la pierna y la respiración agitada. Empiezan a escucharse angustiosos ayes, gritos de auxilio, llantos. Se escucha también el ruido del agua que cae por alguna parte. Y el ronroneo de una compresora, parte del equipo de sonido instalado para el mitin que sigue funcionando. Y los balazos. Oigo los gritos de nuestros captores, que ahora parecen tratar de identificarse con quienes disparan desde abajo. "¡Blanco!, ¡blanco!", gritan una y otra vez.
Me vuelvo y observo que varios de ellos, sin dejar de apuntarnos, agitan una mano, mostrándola hacia el exterior a través de un trozo abierto de la terraza. "¡Blanco!, ¡blanco!, ¡blanco!", gritan y vuelven a gritar. Al fin, cesa el fuego. De inmediato escuchamos la orden: "¡nadie se mueva!..." y "hasta que el mayor lo ordene". Ahora, los quejidos, los lamentos, el ruido producido por la compresora y por el agua al caer, recobran su brío. Vuelven a escucharse disparos, aunque lejanos y aislados. Los sujetos armados vuelven a gritar: "¡Somos Batallón Olimpia!...". La respuesta es una ráfaga de ametralladora. Y otro silencio. Luego, voces: "Hay un herido. Que suban la camilla". Se oye un disparo, fuerte, hecho en la misma terraza. "¡Nadie dispare!", ordena alguien, tajante. A pocos instantes, otra vez la balacera. Escucho perfectamente cómo las ametralladoras, implacables, barren piso por piso el edificio. También nuestro piso. La desesperación se apodera de nuestros captores. Muchas veces gritan que son "Batallón Olimpia". Nos hacen gritarlo a coro a todos. "Una, dos, tres: ¡somos Batallón Olimpia!...". Todo en vano. Siguen las balas. Alguien sugiere que se desconecte la compresora, para evitar su ruido. Otro propone que se utilice el equipo de sonido para hecerse identificar. Una voz rotunda ordena silencio. Captores y detenidos parecemos identificarnos ante la común angustia. Otra orden: "Que pasen en cadena un walkie talkie". Al parecer, tampoco esto es posible, pues a poco se ordena que alguien baje para avisar y pedir auxilio: "Que digan que somos Batallón Olimpia. Que tenemos como cincuenta detenidos. Que suban una camilla...".
Por fin cesa el fuego. Unos minutos de incertidumbre, todos inmóviles, preceden a la orden de evacuar la terraza. Uno por uno, sin permitirles levantarse, los detenidos son cacheados y arrastrados hacia la escalera. Espero mi turno. Alguien me jala de la ropa. Miro. Uno de los del "Olimpia" me revisa rápido, nervioso, bruscamente. "Soy periodista", le digo. Su respuesta es un insulto. Me empuja rumbo a la escalera. El, como yo, tendido en el piso, pero sin dejar su arma. En la orilla de la escalera, sobre un charco, me recibe otro sujeto. Apuradamente, sin levantarme, me identifico. Este es cordial. Me ordena bajar rápidamente. Lo hago parte a gatas y parte a pie, hasta llegar al descanso del segundo piso. Veo a otro sujeto y le pregunto qué hacer. Me señala la puerta abierta de un departamento. Al entrar, varios sujetos me golpean, uno de ellos con algo duro, en la cabeza. A gritos les indico que soy periodista. Un hombre alto y grueso, que parece ser el jefe, me jala y me lleva a un pequeño baño. Allí están otros dos individuos armados. El "mayor" —oigo que así le llaman— observa mi credencial de Jueves de Excélsior y cambia de actitud. Me invita a permanecer en el baño y me ofrece tranquilidad. Uno de sus acompañantes se disculpa ("¿Qué pasó con su guante blanco?. Mira. ¿No te dijeron?. Te hubieras puesto un pañuelo"). Y me ofrece una toalla para secarme.
Mientras eso hago observo a través de la puerta del baño hacia la estancia del departamento. Está atestado de jóvenes detenidos. Hombres y mujeres. Todos están sentados en el piso y se les ha ordenado quitarse los zapatos. Aunque la luz esta apagada, gracias a la que se filtra del exterior puedo ver los rostros aterrorizados. También logro ver, con dificultad, parte de una habitación contigua a la estancia. Allí, dos sujetos golpean brutalmente a un muchacho, hasta hacerlo desplomarse. Sobre una cama hay alguien que se queja. También en la estancia hay varios heridos. Lo noto cuando el "mayor" pregunta si los hay. Entre gritos y empellones es introducida al departamento una muchacha, la cual es colocada en un rincón, junto a la puerta del baño y a unos metros de mí. Uno de los que la trajeron le increpa: "Traidora desgraciada —le dice— ¿qué es lo que quieren?, ¿para qué meten violencia si en México tenemos paz?. Aquí no le falta nada a nadie. Son unos traidores...". Luego ordena que sea cacheada: "¡Revísenle hasta las nalgas; no les dé pena!... Esta es una fichita". Y se la llevan a jalones. Poco después la traen, desaliñada y medio desnuda. Llora sin cesar. Vuelve a ser insultada e interrogada. Da su nombre, su dirección y otros datos.
Los minutos transcurren lentamente. Permanezco sentado sobre la tapa del excusado. Fumo. Junto a mí está un guardián armado, que me comenta: "Yo nunca había echado bala así. Esto es horrible. Mataron a mi compañero. Los dos llegamos hace poco de Tabasco". Le pregunto a qué corporación militar o policiaca pertenece. "No", responde. "Nosotros somos del Batallón Olimpia". Y ante mi ansiedad por salir de esta pesadilla, me aconseja calma. "Te conviene esperar", dice. "Aquí estas seguro. Si ahorita bajas, te dan. Mejor espérate". Comprendo y espero. Al rato oigo que empiezan a bajar a los detenidos, uno a uno. Regresa el "mayor". Viene por mí. Me saca y, juntos, bajamos la escalera. A lo largo de toda ella hay una valla de agentes que golpean despiadadamente a los detenidos que son bajados. El "mayor" tiene que abrazarme y, a la vez que lleva la mano enguantada al frente, va gritando "¡blanco!, ¡blanco!" para evitar que sea yo golpeado.
Rápido llegamos a la planta baja. El "mayor" me encomienda a otro individuo, que me obliga a colocarme de cara a una columna, con los brazos en alto. Así permanezco tal vez diez, quince minutos. Durante ese lapso otros tres sujetos se acercan, con ánimo de golpearme. "Parece que es periodista", los ataja mi guardián. Por fin llega la orden; "Dice el coronel que lo suelten. Que se vaya. Nada más que salga usted por donde pueda y vaya gritando 'blanco', por si acaso...". Así lo hago. Camino por el amplio vestíbulo de la parte posterior del Chihuahua —el lado contrario del que da a la plaza—. Al pasar por otra de las entradas encuentro a Fausto Fernández Ponte, reportero de Excélsior. Quiere subir, porque vive ahí y su familia está arriba. Me alcanza luego un fotógrafo de Diario de la Tarde. Juntos seguimos avanzando al grito de "¡blanco!, ¡blanco!". Al cruzar el pasillo que separa al Chihuahua de la explanada de la iglesia veo a varias personas tiradas. Solo las veo quietas. No sé si muertas. No puedo averiguarlo.
El fotógrafo y yo rodeamos la iglesia. Dos o tres veces somos detenidos por militares. Una de ellas por un teniente. Nos pide identificarnos. Luego nos pregunta:
—¿Estaban en el edificio?
—Sí señor.
—¿Quiénes estuvieron disparando desde ahí?
—Los del Batallón Olimpia.
—¿Cómo? —inquiere, notoriamente asombrado, confuso— ¿no eran los estudiantes?
—No. Eran los del Olimpia. Ellos estuvieron tratando de identificarse, pero no lo lograban.
Y, pensativo, desencajado, el oficial nos franquea el paso. Al aproximarnos al vestíbulo del edificio de Relaciones, en una de las zanjas de las ruinas prehispánicas, veo a muchos jóvenes amontonados. Supongo que son detenidos. Cautelosamente recorremos el vestíbulo. Junto a una columna, pecho a tierra, está un soldado vigilante. Damos vuelta. Al fin estamos fuera del horror, en la calzada Nonoalco. En la orilla de la acera, un cordón de soldados —bayoneta calada, rostro recio— impide el acceso a la zona. Frente a ellos, una muchedumbre —estudiantes, mujeres, vecinos— vocifera indignada: "¡Asesinos!", les gritan en su cara a los militares. Estos, en un momento dado, avanzan hacia la gente y la hacen dispersarse momentáneamente. A media cuadra vuelven a reunirse y a gritar. Son casi las nueve de la noche.
(Octubre 4 de 1968.)
* Esta crónica, escrita por el periodista Francisco Ortiz Pinchetti en tiempo presente y en primera persona como testigo presencial que fue de los hechos, se mantuvo inédita por 20 años, hasta que fue publicada en la revista ‘Proceso’ el 3 de octubre de 1988. La ofrecemos aquí con motivo de los 40 años de la masacre.
** Fotografías inéditas de las víctimas de la matanza del dos de octubre de 1968 en Tlatelolco. Ese día el Ejército y la policía política dispararon contra una multitud desarmada, convocada por el movimiento estudiantil. Las dramáticas imágenes registran un momento histórico y son testimonio irrefutable de hechos que aún lastiman la conciencia nacional. Salvadas del olvido decretado por el poder y rescatadas de algún archivo policial, su publicación está animada por un compromiso con la verdad y la justicia, para que en México no se repitan tragedias como la de la Plaza de las Tres Culturas. Los muertos de las imágenes acusan a los responsables desde el silencio. Jesús Ramírez Cuevas.
LA NOCHE DE TLATELOLCO
Elena Poniatowska
Testimonios de historia oral
Todos los testimonios coinciden en que la repentina aparición de luces de bengala en el cielo de la Plaza de las Tres Culturas de la Unidad habitacional Nonoalco-Tlatelolco desencadenó la balacera que convirtió el mitin estudiantil del 2 de octubre en la tragedia de Tlatelolco.
A las cinco y media del miércoles 2 de octubre de 1968, aproximadamente diez mil personas se congregaron en la explanada de la Plaza de las Tres Culturas para escuchar a los oradores estudiantiles del Consejo Nacional de Huelga, los que desde el balcón del tercer piso del edificio Chihuahua se dirigían a la multitud compuesta en su gran mayoría por estudiantes, hombres y mujeres, niños y ancianos sentados en el suelo, vendedores ambulantes, amas de casa con niños en brazos, habitantes de la Unidad, transeúntes que se detuvieron a curiosear, los habituales mirones y muchas personas que vinieron a darse una “asomadita”. El ambiente era tranquilo a pesar de que la policía, el ejército y los granaderos habían hecho un gran despliegue de fuerza. Muchachos y muchachas estudiantes repartían volantes, hacían colectas en botes con las siglas CNH, vendían periódicos y carteles, y, en el tercer piso del edificio, además de los periodistas que cubren las fuentes nacionales había corresponsales y fotógrafos extranjeros enviados para informar sobre los Juegos Olímpicos que habrían de iniciarse diez días más tarde.
Hablaron algunos estudiantes: un muchacho hacía las presentaciones, otro de la UNAM, dijo: “El Movimiento va a seguir a pesar de todo”, otro del IPN: “... se ha despertado la conciencia cívica y se ha politizado a la familia mexicana”; una muchacha, que impresioné por su extrema juventud, habló del papel de las brigadas. Los oradores atacaron a los políticos, a algunos periódicos, y propusieron el boicot contra el diario "El Sol".
Desde la rampa del tercer piso vieron cómo hacía su entrada un grupo de trabajadores que portaba una manta: “Los ferrocarrileros apoyamos el Movimiento y desconocemos las pláticas Romero Flores-GDO.” Este contingente obrero fue recibido con aplausos. El grupo de ferrocarrileros anunció paros escalonados desde “mañana 3 de octubre en apoyo del Movimiento Estudiantil”.
Cuando un estudiante apellidado Vega anunciaba que la marcha programada al Casco de Santo Tomás del Instituto Politécnico Nacional no se iba a llevar a cabo, en vista del despliegue de fuerzas públicas y de la posible represión, surgieron en el cielo las luces de bengala que hicieron que los concurrentes dirigieran automáticamente su mirada hacia arriba. Se oyeron los primeros disparos. La gente se alarmó. A pesar de que los líderes del CNH desde el tercer piso del edificio Chihuahua, gritaban por el magnavoz: “¡No corran compañeros, no corran, son salvas!… ¡No se vayan, no se vayan, calma!”, la desbandada fue general. Todos huían despavoridos y muchos caían en la plaza, en las ruinas prehispánicas frente a la iglesia de Santiago Tlatelolco. Se oía el fuego cerrado y el tableteo de ametralladoras. A partir de ese momento, la Plaza de las Tres Culturas se convirtió en un infierno.
En su versión de jueves 3 de octubre de 1968 nos dice "Excélsior": "Nadie observó de dónde salieron los primeros disparos. Pero la gran mayoría de los manifestantes aseguraron que los soldados, sin advertencia ni previo aviso comenzaron a disparar.
...Los disparos surgían por todos lados, lo mismo de lo alto de un edificio de la Unidad Tlatelolco que de la calle donde las fuerzas militares en tanques ligeros y vehículos blindados lanzaban ráfagas de ametralladora casi ininterrumpidamente....”
[…]
Según "Excélsior" "se calcula que participaron unos
5000 soldados y muchos agentes policiacos, la mayoría vestidos de civil. Tenían como contraseña un pañuelo envuelto en la mano derecha. Así se identificaban unos a otros, ya que casi ninguno llevaba credencial por protección frente a los estudiantes. El fuego intenso duró 29 minutos. Luego los disparos decrecieron pero no acabaron.”
[…]
Los cuerpos de las víctimas que quedaron en la Plaza de las Tres Culturas no pudieron ser fotografiados debido a que los elementos del ejército lo impidieron.
La sangre pisoteada de cientos de estudiantes, hombres, mujeres, niños, soldados y ancianos se ha secado en la tierra de Tlatelolco. Por ahora la sangre ha vuelto al lugar de su quietud. Más tarde brotarán las flores entre las ruinas y entre los sepulcros.
Miguel Salinas López ; estudiante de la Facultad de Comercio de la UNAM
La Plaza de las Tres Culturas era un infierno.
A cada rato se oían descargas y las ráfagas de las ametralladoras y de los fusiles de alto poder zumbaban en todas las direcciones.
Oriana Fallaci,
corresponsal de "L'Europeo",
En su cuarto del Hospital Francés: No, no voy a dar ninguna entrevista, ninguna, no después de lo que me pasó; me han disparado, me han robado mi reloj, me dejaron desangrarme ahí en el suelo del Chihuahua, me negaron el derecho a llamar a mi embajada.... Quiero que la delegación italiana se retire de los Juegos Olímpicos; es lo menos que pueden hacer. Mi asunto va a ir al Parlamento, el mundo entero se va a enterar de lo que pasa en México, de la clase de democracia que impera en este país, el mundo entero. ¡Qué salvajada! Yo he estado en Vietnam y puedo asegurar que en Vietnam durante los tiroteos y los bombardeos (también en Vietnam señalan los sitios que se van a bombardear con luces de bengala) hay barricadas, refugios, trincheras, agujeros, qué sé yo, a donde correr a guarecerse. Aquí no hay la más remota posibilidad de escape. Al contrario. Yo estaba tirada boca abajo en el suelo y cuando quise cubrir mi cabeza con mi bolsa para protegerme de las esquirlas un policía apuntó el cañón de su pistola a unos centímetros de mí cabeza: “No se mueva.” Yo veía las balas incrustarse en el piso de la terraza a mí alrededor. También vi cómo la policía arrastraba de los cabellos a estudiantes y a jóvenes y los arrestaban. Vi a muchos heridos, mucha sangre, hasta que me hirieron a mí y permanecí tirada en un charco de mi propia sangre durante cuarenta y cinco minutos. Un estudiante junto a mí repetía: “Valor Oriana, valor.” La policía jamás atendió a mi petición: “Avísenle a mi embajada, avísenle a mi embajada.” Todos se negaron hasta que una mujer me dijo: “Yo voy a hacerlo.”
He llamado a mi hermana que sale hoy en avión, he llamado a Londres, a París, a Nueva York, a Roma. Hoy en la mañana cuando me llevaron a rayos X unos periodistas me preguntaron qué hacía en Tlatelolco: ¿Qué hacía, Dios mío? Mi trabajo. Soy una periodista profesional. Tuve contacto con los líderes del Consejo Nacional de Huelga porque el Movimiento es lo más interesante que sucede ahora en su país. Los estudiantes me hablaron el viernes a mi hotel y me dijeron que habría un gran mitin en la Plaza de las Tres Culturas el miércoles 2 de octubre a las cinco de la tarde. Como no conocía la Plaza y sé que es un centro arqueológico pensé combinar las dos cosas. Por eso fui. Desde que llegué a México me llamó la atención la lucha de los estudiantes contra la represión policiaca. Me asombran también las noticias en sus periódicos. ¡Qué malos son sus periódicos, qué timoratos, qué poca capacidad de indignación! ¡Qué Olimpiadas ni qué nada! Apenas me den de alta en este hospital, me largo.
Dolores Verdugo de Solís, madre de familia
La sangre de mi hija se fue en los zapatos de todos los muchachos que corrían por la plaza
Raúl Álvarez Garín; del CNH
La masacre del 2 de octubre fue “justificada” por todos los sectores gubernamentales, los más impúdicos con ruidosas declaraciones públicas y los otros con un profundo silencio cómplice. No se oyó ni una voz oficial de protesta por el asesinato de estudiantes salvo, fuera del país, la renuncia de Octavio Paz a la Embajada de México en la India.
Jorge Avilés; reportero
Hubo escenas tan tremenda como la siguiente que vio el reportero cuando estaba parado en el tercer piso de uno de los edificios: un hombre gritó: “Mi hijita está en su corralito”, y corrió al interior del departamento. Lo vimos cuando cayó de un balazo en el pecho; poco después sacaríamos a la niña indemne y la entregamos a la madre que parecía sonámbula, víctima de un tremendo chock
Tlatelolco: Campo de Batalla, durante varias horas terroristas y soldados sostuvieron rudo combate, “El Universal”, 3 octubre 1968
A 40 AÑOS DE LA MASACRE ¡ 2 DE OCTUBRE, NO SE OLVIDA !
MEMORIAL DE TLATELOLCO
Rosario Castellanos
La oscuridad engendra la violencia
y la violencia pide oscuridad
para cuajar el crimen.
Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche
para que nadie viera la mano que empuñaba
el arma, sino sólo su efecto de relámpago.
¿Y a esa luz, breve y lívida, quién? ¿Quién es el que mata?
¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren en el hospital?
¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?
¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.
La plaza amaneció barrida; los periódicos
dieron como noticia principal
el estado del tiempo.
Y en la televisión, en la radio, en el cine
no hubo ningún cambio de programa,
ningún anuncio intercalado ni un
minuto de silencio en el banquete.
(Pues prosiguió el banquete.)
No busques lo que no hay: huellas, cadáveres
que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa,
a la Devoradora de Excrementos.
No hurgues en los archivos pues nada consta en actas.
Más que aquí que toco una llaga: es mi memoria.
Duele, luego es verdad. Sangre con sangre
y si la llamo mía traiciono a todos.
Recuerdo, recordamos.
Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca
sobre tantas conciencias mancilladas,
sobre un texto iracundo, sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado tras la máscara.
Recuerdo, recordemos
Hasta que la justicia se siente entre nosotros.
DESPOSEÍDOS VS RELIGIÓN
13/10/08
Norberto López Zúñiga
Kankabzonot, Quintana Roo - La otra cara de la felicidad. La real, la violenta, la de los marginados, la de los desposeídos.
A cuarenta minutos de la exclusiva zona hotelera, el camino pedregoso, sinuoso, carente de calles pavimentadas, sin los más mínimos servicios de agua potable, drenaje, energía eléctrica.
Alejados de la urbanización, de la modernidad, de los lujos, de los grandes centros comerciales, exclusivos restaurantes y no se diga de las exclusivas tiendas departamentales de ropa. Su vestir en igual a los que se puede ver en algunas zonas del continente africano.
Un vivo ejemplo es la comunidad de Los Reyes, localidad olvidada por las autoridades de los tres niveles de gobierno federal, panista; estatal; priista y del municipio de Benito Juárez, perredista.
Asentamientos irregulares de migrantes de Veracruz, Tabasco, Campeche y Centroamérica. Es la puerta de entrada al otro Cancún, el que no se ve, el que no sale en la televisión, el que pocos conocen.
A medida que el vehículo avanza desaparecen las construcciones de concreto y entre la espesa vegetación se asoman algunas casas primitivas de madera con techos de lámina de cartón, que son devastados al paso del huracán o de cualquier tormenta tropical con vientos fuertes.
En esta región marginada, muy alejada del imponente mar azul turquesa del caribe, la iglesia católica y las otras ofertas religiosas, que la primera llama "sectas", se disputan la fe de los pobres.
A la entrada de la calle Los Reyes se encuentra el Templo Pentecostés, ese sí bien construido, a diferencia de las casas de los lugareños.
Unos metros más adelante está el Salón de Rezo de los Testigos de Jehová, otro edificio de concreto y más allá, la Iglesia de Dios Evangelio Completo, en una construcción en obra negra.
El autobús llega hasta donde el camino sin pavimentar y lleno de cráteres como suelo lunar se lo permite. Ahora hay que caminar entre veredas de piedras y tierra.
Las alusiones con motivos religiosos aparecen por todos lados, parte del panorama como las frecuentes casitas de madera y cartón, extraviadas entre la maleza, que fueron levantadas en total anarquía.
Una tienda de abarrotes tiene por nombre "La Bendición de Dios". Y un camino, un mal remedo de avenida, en donde pueden circular algunos vehículos, lleva por sobrenombre "Cristo Viene", incluso, un minisuper tiene por nombre "El Relicario".
ACTIVISMO RELIGIOSO
El activismo religioso en esta región, olvidada por las autoridades del gobierno de Quintana Roo y del municipio de Benito Juárez, es proporcional al nivel de pobreza.
Casi al final de la vereda de piedras, en las faldas de un cerro, se encuentra la única iglesia católica de la región.
Iglesia es un decir, porque en realidad sólo se compone de una gran lona que hace las veces de techo, dos mesas cuadradas con sendos manteles blancos, bancas habilitadas con troncos y un aparato de sonido que funciona con la batería de un auto que fue introducido por otro camino.
Un diácono oficia la misa antes unos 50 habitantes del lugar, mientras el sacerdote atiende a los "pecadores" en un "confesionario" que sólo se compone de dos sillas de plástico colocadas una frente a la otra.
Un área de asentamientos irregulares en los que habitan miles de quintanarroenses pero también migrantes de otros estados de la región del sureste mexicano.
Sus habitantes obtienen el agua de pozos, aunque no todos tienen la posibilidad de perforar uno. Carecen de energía eléctrica y de drenaje.
Las autoridades se olvidan de los pobres. Algunos de los residentes se emplean en los hoteles de cinco estrellas o de gran lujo, claro, en labores de limpieza, entre otros menesteres. Los capacitados y con dominio del inglés, no habitan en esta versión mexicana de gettos.
Por lo que la congregación de los Legionarios de Cristo se ha fijado el reto de reevangelizar la zona, so pretexto de ayudar a los pobres, con el doble propósito de frenar las otras ofertas religiosas, La marginación, es el caldo de cultivo para el florecimiento de las "sectas", a las que consideran “dañinas" como la devoción a la Santa Muerte y a la del Niño Lorenzo, que tiene mayor fuerza en el norte del país.
LA BELLEZA AZUL
Detrás de la belleza del azul turquesa de las aguas del mar Caribe y del lujo de la zona hotelera de Cancún, hay muchas diferencias y problemas sociales de alcoholismo, drogadicción, madres solteras, robo, tráfico de estupefacientes, porque el desarrollo de la población vive en el rezago.
La desintegración social, violencia intrafamiliar, pobreza, migración, soledad, contraste social y depresión, son algunos de los problemas que padecen los pobladores de ese centro turístico.
El obispo de la prelatura Cancún-Chetumal, Pedro Pablo Elizondo, da su versión de esta cruda realidad, que también es conocida por los otros residentes, los ejecutivos, directivos, funcionarios, empleados medios y mandos superiores, pero que no ven ni atiende.
A esta problemática se le suma que el 60 por ciento de la población carece de los servicios básicos indispensables y al abandono de las autoridades gubernamentales, que se hacen de la vista gorda ante el creciente número de asentamientos irregulares que nacieron hace más de 20 años.
Quintana Roo ha tenido un crecimiento "loco", "vertiginoso", en el que cada diez años se dobla la población, expone el prelado y es cuidadoso en sus comentarios para justificar la miopía de la clase gobernante y al decir que la “avalancha de migrantes que llegan a establecerse sobre todo a Cancún, hace imposible al municipio tener recursos para hacer frente a este crecimiento caótico”.
Los turistas nacionales y extranjeros desconocen este rostro de Cancún: trabajadores que viven en una choza, que llegaron en busca de su propio sueño, cruzan el pueblo de Cancún y llegan a la zona hotelera, en donde priva un ambiente de derroche, fiesta y lujos.
Luego, al regresar de nuevo a su casucha, les invade la depresión, se emborracha para olvidar, incurre en violencia intrafamiliar e incluso al suicidio.
Las estadísticas ubican a Cancún en el segundo lugar con mayor número de suicidios en el país.
La Iglesia Católica suple a las autoridades, incluso ha rebasado al gobierno en la logística de auxilio a la población en casos de desastre por huracanes.
TIERRA DE CONTRASTES
Cancún, Playa del Carmen, Tulún y otros destinos del Caribe mexicano es tierra de contrastes, donde la iglesia católica, con el respaldo de los Legionarios de Cristo, ha rebasado a las autoridades del gobierno federal, panista; el estatal, priista, y municipal, perredista, en su lucha de combate a la pobreza.
Los misioneros y sacerdotes incursionan diariamente en los asentamientos irregulares que crecen sin control en la periferia de Cancún y en otros municipios de la entidad.
La carencia en la que viven hoy miles de familias es carne de cultivo para que la iglesia extienda su tejido y adoctrinamiento a través de sacerdotes, organizaciones de apoyo social y apostolados para llegan a la misma selva quintanarroense, donde los marginados conforman el otro rostro del paraíso del caribe.