Fragmento de la conversación entre Rafael Caro Quintero y la periodista Anabel Hernández.
ANABEL HERNÁNDEZ
18 JUL 2022 - 14:51 CDT
Tomado de El PAÍS
Durante los nueve años que Rafael Caro Quintero vivió en la clandestinidad, prófugo de la justicia, me reuní con él cuatro veces en cuatro locaciones diferentes en el Triángulo Dorado. La misma zona de la voluptuosa Sierra Madre Occidental que fue su techo y lecho en sus años de fugitivo y donde terminó siendo detenido por la Secretaría de Marina el 15 de julio pasado, justo seis años después de nuestro primer encuentro.
Sobre su rocambolesca personalidad como líder del otrora poderoso cartel de Guadalajara, su innovadora visión criminal en la siembra de marihuana y su violencia salvaje se habían escrito cientos de páginas e informes, pero conocerlo frente a frente en un intenso intercambio de preguntas y respuestas sin condiciones era otra cosa.
Pese a que la DEA ofrecía por su cabeza una recompensa de cinco millones de dólares —que después ascendió a 20 millones— era una ocasión sin precedentes hablar con un super boss del narcotráfico: de sus inicios en el mundo criminal, su época de mayor poder; del homicidio del agente de la DEA Enrique Camarena, ocurrido en 1985; de Dios, el amor, la familia y la muerte.
El último de los cuatro encuentros ocurrió a principios de enero de 2018, cuando finalizaba el sexenio de Enrique Peña Nieto y el entonces candidato de izquierda a la presidencia, Andrés Manuel López Obrador, quien iba adelante en las preferencias electorales, planteó un programa de amnistía para personas dedicadas al narcotráfico.
Fue entonces cuando Rafael Caro Quintero, con mi cámara apuntándole al rostro, reconoció que tenía una situación grave de salud. Ya su médico me había dicho que tenía problemas con la próstata que podían derivar en cáncer y que no tenía fácil acceso a medicinas por su condición de tránsfuga. Así, enfermo, fue que inesperadamente anunció que estaba dispuesto a entregarse.
—¿Usted estaría de acuerdo en hacer un pacto con el Gobierno de México?— pregunté a Caro Quintero en el contexto de la propuesta de Andrés Manuel López Obrador.
—¿Qué clase de pacto?— dijo mirándome con interés.
—¿Usted ha pensado en entregarse?
—Mientras estén las cosas así como están no— dijo abriendo la posibilidad.
—¿En qué condiciones se entregaría usted?
—Que me respetaran mis derechos, no que me los estén pisoteando como lo están haciendo, a todos mis coacusados les dieron los beneficios. ¿A mí por qué no me los han dado? Fonseca ganó la extradición, ¿por qué a mí me la tienen parada?
—dijo Caro Quintero y aumentó el tono de voz molesto— ¡¿Las leyes no son parejas?! ¡Nomás porque soy Rafael Caro Quintero!
Su intención de entregarse quedó inédita hasta ahora. Meses después de aquella entrevista López Obrador se convirtió en el presidente de la política pública de “abrazos y no balazos” para combatir el narcotráfico.
De “Príncipe” a mendigo
Caro Quintero nacido en La Noria, Sinaloa un día de octubre de 1952, tuvo su época de oro en la década de los ochenta en la que era conocido como El Príncipe. Junto con sus socios Ernesto Fonseca Carrillo, Don Neto, y Miguel Angel Félix Gallardo, el Jefe de jefes, lideraba el cartel de Guadalajara y era amo y señor de la macabra fiesta de narcotráfico. Mientras inundaban las calles de Estados Unidos con cocaína, heroína y marihuana, en México Caro Quintero y su clan eran protegidos por autoridades de todos los niveles, incluyendo presidentes, secretarios de Estado, gobernadores, políticos, militares y policías.
Todo iba a lo grande hasta que en 1985 les bajaron el interruptor tras el secuestro, tortura y asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena y del piloto mexicano Alfredo Zavala. Las autoridades que les daban protección se les voltearon dándoles cacería. El enojo y la presión del Gobierno de Estados Unidos fue tal que cambió para siempre la relación bilateral entre ambas naciones en materia de combate a las drogas.
Fue en ese contexto, por la presión de los americanos que El Príncipe, Don Neto y el Jefe de Jefes fueron detenidos en la plenitud de su vida —Caro Quintero no pasaba de los 33 años— y se hicieron viejos tras las rejas.
Caro Quintero y Fonseca pasaron 24 años sin ser sentenciados hasta que finalmente en 2009 un juez les dictó una condena de 40 años de prisión por la muerte de Camarena y de otros dos ciudadanos americanos. Pero la suerte dio un golpe de timón y en 2013 otro juez ordenó la liberación de El Príncipe al considerar que hubo fallas procesales.
Tras 28 años de prisión, a los 60 años Caro Quintero fue liberado. Pero a los pocos días el Gobierno de México volvió a girar una orden de arresto en su contra para que regresara a la cárcel a cumplir los 12 años de condena que le faltaban.
Dos días y dos noches con Caro Quintero
En julio de 2016, el capo envió un emisario a la revista Proceso porque quería contactarme. Yo acepté reunirme con él si era para una entrevista. Así, viajé con un camarógrafo del semanario a Culiacán y luego fuimos llevados a una casa ubicada en una ranchería del Triángulo Dorado. Aún era de día.
Espigado y delgado como una torre de 1,80 metros de estatura, tenía el cabello perfectamente cortado y teñido de negro. El rostro bronceado por el sol de la sierra hacía resaltar su reluciente dentadura que se asomaba entre los labios que sonreían.
No parecía un hombre en bonanza ni particularmente poderoso. Si alguna vez fue alguien que inspiraba terror ese día lo ocultó perfectamente, o sería que los 28 años de cárcel habían logrado domesticarlo.
Estaba muy nervioso, extremadamente, cruzamos apenas unas palabras y miraba a cada momento el entorno como quien quiere seguir escapando como bólido. Cuando el camarógrafo preguntó si podía montar su cámara, Caro Quintero reculó y dijo que solo era una conversación, no una entrevista. Le respondí que eso no era lo acordado y que no habíamos viajado tan lejos arriesgando nuestra propia integridad para eso. No hubo forma de hacerlo sentarse ante la cámara, ni siquiera de grabar en audio la plática.
Hubo una despedida en términos cordiales pero se respiraba la frustración mutua en el aire. Al día siguiente, en Culiacán, fuimos contactados de nuevo para verlo, y esta vez sí para dar la entrevista prometida. Fue el segundo encuentro que tuve con él.
Pasamos cerca del primer punto donde había sido el primer encuentro pero nos internamos aún más en la montaña. Atravesamos un par de ríos y llegamos a una casa blanca casi abandonada en medio de la nada. La vivienda tenía las paredes encaladas y el piso de tierra. Había dos camas, una mesa coronada con una imagen de la virgen de Guadalupe iluminada por una veladoras cuya flama cortaba con sus rayos la oscuridad.
Ya había caído la noche, afuera entre las ramas de espesos árboles revoloteaban blanquísimas luciérnagas que se asemejaban a una lluvia de estrellas. De pronto entre la penumbra llegó como fantasma Rafael Caro Quintero, ataviado con camisa, gorra azul y pantalones de mezclilla. La vestimenta estaba perfectamente limpia y planchada, pero no delataba algún lujo. Lo entrevisté por más de una hora.
La tercera vez que lo vi fue una mañana debajo de un árbol, cruzando un río al que llegué transportada en cuatrimoto. Estaba vestido como campesino, inocuo. Yo quería información sobre los avances del libro que supe con certeza estaba escribiendo y del cual todavía quiero conocer su contenido. Fue una conversación muy breve, estaba profundamente agitado, mirando al cielo.
En 2017, supe que Caro Quintero estaba enfermo de la próstata, como suele ocurrir a hombres de su edad. Hablé personalmente con uno de los médicos que lo atendía en una clínica de Culiacán, quien habló de la necesidad de que fuera sometido a una cirugía. Pero el fugitivo necesitaba un quirófano ambulatorio y permanecer en cama al menos cinco días. Un riesgo que no estaba dispuesto a correr por temor de que hubiese una redada mientras estaba convaleciente y no pudiese huir.
El cuarto y último encuentro con Caro Quintero ocurrió una noche de enero de 2018. El punto de partida fue Mazatlán, Sinaloa, y recuerdo que el recorrido para llegar al encuentro fue todavía más largo, ya que llegamos a un punto muy alto de la sierra, a un inmueble de mediano tamaño con aspecto de casa nueva y parcialmente amueblada. Su ubicación estratégica dominaba el paisaje y ayudaba a detectar cualquier movimiento de tropas o aeronaves.
Con el ocaso del sol, las montañas parecían gigantes dormidos. Súbitamente en el paraje apareció Caro Quintero. Yo era la única mujer entre él y su grupo de seguridad. Estaba particularmente molesto. Yo quería confrontarlo con los nuevos señalamientos del Gobierno de Estados Unidos que aseguraban que seguía traficando droga.
“¡Quien lo diga miente! ¡Quien lo diga miente! Miente quien lo diga, no me interesa quien lo diga, ¡Miente!”, dijo visiblemente molesto sobre las acusaciones del Gobierno de Estados Unidos y México de que estaba activo en el narcotráfico. “Mire, yo no soy líder de ningún cartel…”
—Está aquí el informe donde lo acusan— lo increpé mostrándole un informe de la DEA.
—Sí, sí, sí osea yo no he vuelto a las drogas, ni voy a volver nunca. Eso que están diciendo ¡miente quien lo diga! ¡Está mintiendo!
Ahí, teniendo a Caro Quintero frente a mí, me parecía increíble el riesgo que corría al dar una entrevista para asegurar su inocencia.
“Mire, más bien lo que quiero es que me dejen en paz. Ya si la opinión pública me quiere creer pues qué bueno, pero si no, pues mis respetos, ellos sabrán ¿Me entiende? Yo quiero quedar bien conmigo, ¡conmigo! No con otra gente…¡No estoy trabajando, que quede bien claro! Fui narcotraficante hace 23 años, ya no lo soy y no lo voy a ser tampoco. Si otra gente se maneja con mi nombre ¿Cómo la puedo hacer para callarlos? Yo no puedo salir y decir ¡cállense pues, no me estén mentando! ¿O quieren que me ponga a matar gente para que se callen?...”, dijo alzando la voz.
The old man
Contrario a lo que él aseguraba, cuatro meses después, en abril de 2018 el Departamento de Justicia de Estados Unidos presentó una nueva acusación criminal en su contra en la Corte de Distrito Este de Nueva York bajo el expediente 1:15-cr-00208. Ya no por el viejo caso del homicidio de Camarena, por el cual Caro Quintero no puede ser juzgado dos veces según las leyes mexicanas, sino que lo acusa junto con su sobrino Ismael Quintero Arellanes, alias Fierro, de ser uno de los líderes del Cartel de Caborca y de haber tenido una carrera criminal continua de 1980 hasta al menos 2018. Aseguran que bajo el apodo Don Rafa y/o The old man lidera el cartel de Caro Quintero, con el cual trafica múltiples toneladas de heroína, metanfetaminas, marihuana y cocaína hacia Estados Unidos.
En la actualización de la acusación criminal, fechada el 7 de febrero de 2020, de la cual tengo copia, se afirma que la organización de Caro Quintero “usa la corrupción como principal método para alcanzar sus metas”.
Se afirma que su organización cuenta con personal de seguridad, sicarios que cometen diversos actos de violencia como asesinatos, asaltos y secuestros; dice que hay jefes de plaza que controlan diversos territorios —no se especifica cuáles— y vehículos de transporte y tripulación de barcos, pilotos y chóferes de camiones de carga quienes transportan la droga y las ganancias que genera su venta.
Quintero Arellanes fue detenido en enero de 2020 en Culiacán, Sinaloa, y su extradición ya fue solicitada por la Corte de Distrito Este de Nueva York. Mientras que un tercer coacusado, Juan Nicholas Hindu Robles, fue detenido en febrero de 2016, firmó un acuerdo de culpabilidad en 2017 y fue sentenciado a 47 meses de prisión en 2019, condena que fue eliminada a petición del Gobierno de Estados Unidos para compensar su colaboración, por lo que se presume que fue el delator de Caro Quintero.
Captura increíble
En las cuatro veces que me encontré con Caro Quintero aprendí cosas fundamentales sobre su esquema de seguridad: confiaba en contadas personas, todos familiares directos o indirectos; dicen que llevaba siempre una pistola fajada a la cintura aunque yo nunca la vi; y tenía desarrollado un sexto sentido para escuchar cualquier ruido fuera de lo normal. Miraba constantemente al cielo porque estaba seguro de que la DEA enviaba al Triángulo Dorado drones para cazarlo.
Siempre estaba custodiado por al menos dos o tres hombres armados las 24 horas del día. La última vez que lo ví, uno de ellos me narró que su excesiva precaución lo llevaba al borde de la paranoia y a medianoche solía despertar a sus escoltas y se ponían a caminar como sombras entre las peligrosas cañadas. Por esa razón en más de una ocasión Caro Quintero estuvo a punto de caer en el despeñadero.
Durante el día prefería manejarse con muy bajo perfil. Buscaba refugios discretos y se vestía como campesino para pasar desapercibido entre los lugareños del Triángulo Dorado. Y como colofón para su protección, siempre llevaba atado al cuello dos escapularios: uno era un regalo de sus hijos mayores y el otro, una bendición de su madre. Son los mismos que se asoman en su cuello bajo la camisa azul que portaba en la foto filtrada por el Gobierno de su captura.
—El candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador, el candidato de Morena, ha hecho una propuesta de que ha ofrecido hacer un pacto con los principales carteles de la droga para darles amnistía. ¿Qué piensa usted de esta idea?— le pregunté a Caro Quintero en enero de 2018 —¿Piensa usted que los jefes de los carteles de la droga aceptarían esto?, ¿piensa que esto frenaría la violencia en México?
—No le sabría decir hasta dónde, pero ¿por qué no lo intentan?— respondió —Colombia lo hizo, otros países a lo mejor lo han hecho, no estoy enterado. Colombia sí porque yo estaba preso y miraba la televisión, que mucha gente se entregó, ¿por qué no lo intenta México?…
Fue cuando Caro Quintero me reveló que estaría dispuesto a entregarse si el Gobierno de México le permitía terminar de purgar su condena, 12 años más de reclusión, en prisión domiciliaria como hasta este momento lo hace su coacusado Ernesto Fonseca Carrillo.
Hasta ahora, el Gobierno de México solo ha dicho que detuvo a Caro Quintero con una orden de arresto con fines de extradición, pero aún no explica cómo fue capturado, si opuso resistencia, si le decomisaron armas o droga y si fue detenido con los hombres que se encargaban de su seguridad las 24 horas del día. Solo se ha filtrado la pintoresca anécdota de que fue un perro de la Marina, Max, quien supuestamente habría encontrado al fugitivo entre unos matorrales perfectamente vestido con una inusual cazadora beige sobre una camisa de vestir azul, y con el cabello perfectamente teñido y cortado, según se ve por las bien delineadas patillas.
Anabel Hernández es una periodista mexicana especialista en narcotráfico. Su último libro es Emma y las otras señoras del narco (Grijalbo, 2021)
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